martes, 17 de octubre de 2017

Polidori

John William Polidori (por F. G. Gainsford)
National Portrait Gallery, London

Ha sido una de mis historias literarias preferidas desde que tenía menos edad aún que sus lejanos protagonistas: ocurrió en junio de 1816, en una mansión suiza enclavada a la orilla del lago Lemán: Villa Diodati. Aquel año, el volcán Tambora, en Indonesia, junto con un acentuado mínimo solar, suprimieron el verano. Encerrados a causa de una sucesión de días y noches de tormenta, un grupo de jóvenes leía en voz alta historias de fantasmas para vencer el tedio. Eran el poeta Lord Byron, de veintisiete años, su entonces médico personal, John William Polidori, de veinte, el también poeta inglés Percy B. Shelley, de veintitrés, y quien aún no era esposa de éste pero sí su amante, Mary W. Godwin, de tan solo dieciocho. Fue Byron quien propuso que cada uno de ellos escribiera su propia historia de espectros y aparecidos. De aquel desafío surgirían dos de las figuras esenciales de la literatura de terror: el monstruo de Frankenstein, que le proporcionó a Mary Shelley la inmortalidad tras la publicación de su novela dos años después, y el vampiro, surgido de la imaginación de Polidori, pero que no le trajo a su autor gloria alguna: titulado así, El vampiro, el relato se publicó 1819 (setenta y ocho años antes que el Drácula de Bram Stoker) sin su consentimiento y atribuido a Lord Byron, quien se apresuró a desdeñarlo como obra ajena y mal escrita.

Tal vez no hubiéramos sabido nunca acerca de aquella velada en Villa Diodati de no ser porque Mary Shelley se refirió a ella en el prólogo de su Frankenstein; or, The Modern Prometheus. También Polidori escribió sobre el asunto -más o menos- en su diario de aquellos días, pero quién lo ha leído. De hecho, es posible que tampoco hubiéramos sabido gran cosa del doctor sin ese prólogo, donde Mary le menciona con un compasivo “pobre Polidori” y le imputa para el reto de Byron, falsamente o por olvido, un argumento grotesco sobre una dama con cabeza de calavera que acabó abandonando. ¿Cómo aspirar a ser tomado en serio por editores o lectores después de aquello, después de ser presentado de manera tan ridícula en un libro de tan descomunal éxito? ¿Cómo reclamar la autoría de El vampiro, si el escritor más famoso de Inglaterra ya había menospreciado la obra?

Es John W. Polidori uno de los más desdichados perdedores de la historia de la Literatura. Y sin embargo fue un joven de talento, debió de serlo, pues se licenció en Medicina a los diecinueve años. Y no sólo le interesaba la ciencia: su principal anhelo era alcanzar el éxito también en el terreno de las humanidades. Cuando en 1816 Lord Byron le eligió como el médico que habría de acompañarle en su largo viaje por Europa, Polidori sin duda imaginó que se le abrían los cielos: qué mejor forma de ver impulsada su carrera de escritor que estar cerca del más leído, el más extravagante, el más carismático poeta del mundo. Pero donde esperaba amistad y respaldo, el joven doctor encontró la burla, el desafecto, el trato degradante, actitudes que Byron contagió a sus invitados, los Shelley. Tras ser finalmente despedido, Polidori anduvo rodando de acá para allá un tiempo, publicó sin fortuna algún poema, siguió atrapado en los efectos del opio y acabó suicidándose en Londres, en 1821.

Todo esto lo cuenta Emmanuel Carrère en su novela Bravura, aparecida en España en 2016, aunque publicada inicialmente en 1984. Llevo leída más de la mitad, y aunque me costó entrar en ella ahora estoy ya plenamente enganchado a sus páginas. Es una obra audaz, que juega con el tiempo y hace de Polidori y los personajes de Frankenstein materia de una entretenida intriga literario-policial que salta de comienzos del XIX hasta nuestros días.



En cine, nadie ha contado mejor la historia de Villa Diodati y sus inquietantes derivaciones que Gonzalo Suárez en la excelente Remando al viento, de 1988, una de mis dos o tres películas españolas favoritas, obligatoria para todo estudiante de Literatura que quiera conocer el Romanticismo. José Luis Gómez encarnó a un desasosegado, rencoroso y en absoluto veinteañero Polidori, incapaz de hacerse respetar por aquel a quien tanto admiraba, ese Byron-Hugh Grant que en el lago, de noche, mientras el bote se desliza por la superficie de las aguas envueltas en brumas, interpreta con desgarro un antiguo canto albanés reducido a un largo grito.

Para divertirse a expensas de los mortales”, escribe Carrère, “los dioses eligen a veces a un auxiliar humano que, en consecuencia, se cree instalado en el Olimpo, y cuando los amos se cansan de sus servicios, él se siente un extraño entre sus semejantes”. (Traducción de Jaime Zulaika para Anagrama).



miércoles, 4 de octubre de 2017

Jane y Robert, sus almas en la noche


Supongo que siempre di por sentado que nunca vería al siempre admirable Robert Redford en su ancianidad, que se retiraría antes, como hicieron otros actores, o que sencillamente quedaría detenido en una privilegiada madurez intocada por el más mínimo signo de decadencia física. Es cierto que le he ido viendo hacerse mayor, que en sus últimas películas la edad y la actitud de sus personajes parecen no corresponder del todo con sus movimientos, con su aspecto. Ahora, su feliz reencuentro con Jane Fonda en Our soulds at night, producida por y para Netflix, me sitúa en un plano emocional donde se cruzan lo personal y lo cinematográfico, pues sus ochenta años son los ochenta que también han entrado en mi propia familia, como de golpe, como si cada uno de los setenta y tantos no hubieran estado corriendo hacia ellos.

Que la práctica totalidad de los actores y actrices del cine clásico hayan desaparecido ya (que Kirk Douglas u Olivia de Havilland sean centenarios) es perfectamente consecuente con el recuerdo que conservamos de aquellas viejas películas, tan amadas, por otro lado. Pero uno siente, con un evidente error de apreciación, que Todos los hombres del presidente, por ejemplo, está como ahí mismo, en un pasado para nada remoto, con toda la vigencia estética y rítmica, apenas diferenciable de la reciente Spotlight. En la década de los ochenta vi en el cine, con mi chica de hoy y según iban estrenándose, El mejor, Memorias de África o Peligrosamente juntos. Redford ya había ganado un Óscar como director, y como intérprete (y también como hombre comprometido) disfrutaba de una posición privilegiada que apuntaba a lo que ya es desde hace tiempo, sin duda: una auténtica leyenda del cine. La distancia que media entre La jauría humana y Memorias de África viene a ser la misma que separa, por compararlo con Leonardo DiCaprio, Titanic y El renacido, pero la sensación no es la misma, no sé, como si DiCaprio simplemente fuera avanzando en su carrera y Redford, veinte años después de su irrupción en el cine, encarnara a aquel carismático cazador llamado Denys Finch Hatton ya en el dorado epílogo de la suya y como de vuelta de todo, y eso sin haber cumplido aún los cincuenta años.

Sin embargo, lo cierto es que no ha dejado de hacer películas (afortunadamente), delante y detrás de las cámaras, ni de impulsar el cine independiente desde su célebre Festival, el Sundance. Como actor, aportando siempre a cada película el prestigio de su intocable veteranía, en los noventa y luego en el nuevo milenio, del que hemos recorrido, como el que no quiere la cosa, diecisiete años, los que van de sus 63 a los 80 de este Nosotros en la noche (yo prefiero Nuestras almas en la noche, más literal, pero sobre todo más significativo), donde se muestra ya, abiertamente, como un anciano, sin duda más atractivo que el resto de ancianos con los que se reúne en una cafetería, más apuesto, en mejor forma, pero anciano al fin. Gloriosamente anciano.


Nosotros en la noche, basada en una novela publicada en España con el título así traducido, es una película sencilla y conmovedora. La sencillez es un valor escaso en las películas de hoy, como lo es la hondura en el mensaje, o la propia existencia de mensaje. Aunque realizada para no ser exhibida en salas de cine, tiene una factura impecablemente cinematográfica. Los personajes que interpretan Redford y Fonda no andarían ya descalzos por el parque ni jugarían al jinete eléctrico. Están el final del otoño de sus vidas. Son viudos, viven solos y están apegados a la pequeña y plácida localidad de Colorado donde han vivido, probablemente, desde siempre, y tal vez llevan años sin recordarse a sí mismos esos fantasmas del pasado que enrarecieron sus respectivos matrimonios, una infidelidad, un accidente. Una noche, ella, Addie, llama a la puerta de él, Louis. Se conocen de antes, claro, pero no se han tratado nunca, no de una manera cercana, al menos. Louis la invita a pasar, Addie se sienta en un sillón, la tele está encendida, él se disculpa, la apaga. No tienen mucho de qué hablar, así, de repente. Bueno, ella sí, ella tiene algo que proponerle, y lo hace de forma directa y algo insegura: ¿Querría él dormir con ella por las noches? Nada sexual, solo compañía; solo dos y no uno en la cama.

Me alegro de que el siempre admirable Robert Redford no se retirara, por coquetería o cansancio, y que se haya reencontrado con Jean Fonda. Escribí en un relato que la vejez es en nuestro tiempo una de las formas de la invisibilidad social. Es justo que de tarde en tarde el cine o la literatura se sobrepongan a la tiranía de la juventud, y que lo hagan con una mirada de esperanza.