jueves, 17 de enero de 2013

Guerra y Paz (Война и мир, La guerre et la Paix, War and Peace, Wojna i Pokój, Krieg und Frieden...): la novela total

Retirada de Napoleón de MoscúAdolph Northern

1. LLEGA A CASA un ejemplar de Guerra y Paz (pequeño gran acontecimiento personal fechado el 17 de octubre de 2012), y durante un tiempo no es más que eso, un libro no leído todavía, un mero objeto, un paralelepípedo que en lugar de presentar la sólida compactación de un ladrillo, pongamos por caso, tuviera la virtud, no por familiar menos excitante, de abrirse por un lado en cientos de finísimas láminas de papel, capaces de provocar un abaniqueo si el dedo se limita a descender por los filos apretados, a hacer pasar las hojas sin más, de un lado a otro, velozmente. Son hojas casi trasparentes en las que predomina al primer golpe de vista el negro y ordenado cuerpo rectangular de los renglones, y si te detienes al azar en una página te asaltan las palabras de que están constituidos esos renglones, y con ellas, prolongando un poco la lectura, conoces un breve pasaje de la historia, un fragmento ajeno a toda esa inmensidad narrativa de la que forma parte, ese texto oceánico, tan ignorado aún; y de ese fragmento aleatorio no cabe deducir un estilo, ni un rasgo de carácter en un personaje, ni en definitiva esa sublimidad literaria que convirtió la novela de León -o Liev- Tolstói en uno de los mayores logros de la Humanidad en el campo de las artes y las letras. Conoces -o crees conocer- la historia que allí se cuenta, pues has visto la película dirigida en los años cincuenta por King Vidor, pero eres consciente de que en el interior del libro ha de haber muchas más cosas, aunque sólo fuera por puras razones de extensión.

Durante no pocas páginas te incomoda una marcada dificultad para poder imaginar por ti mismo el rostro de los personajes principales: inevitablemente se te aparecen a cada momento los de Audrey Hepburn (Natasha Rostov), Henry Fonda (Pierre Bezújov) o Mel Ferrer (Andrei Bolkonski). Es un privilegio al que no quieres renunciar porque es el fundamento de la magia que nace de la lectura: el de crear -crear, repito- en tu imaginación todo aquello que los autores imaginaron antes y convirtieron en palabras. Pero he aquí que a medida que avanzas en la novela, a medida que tu propia vida se va entretejiendo con la vida de los personajes y te familiarizas con esos otros sentimientos que no son tuyos, sino de ellos, y ocupas los lugares en que transcurren las acciones, y parece que los pies se te movieran a veces al ritmo de una mazurca o una polca, y te retiembla por dentro la marcialidad de los tambores militares, y parece que avanzaras con el resto del regimiento, al compás de su caminar unánime, o que observases desde las lindes de un bosque la retaguardia del ejército enemigo, o que se hiciera repentinamente trizas la tierra a tu lado al estallar una granada; a medida, en fin, que aquel apasionado libro va cobrando vida propia, nada va quedando ya entre él y tú que no pertenezca exclusivamente a la relación que habéis establecido entre ambos, nada que esté contaminado por la interpretación de otros, nada que Tolstói no haya inflamado tan solo en tu imaginación, imaginación que no es ya, o así se te antoja, un territorio únicamente interior, sino que se extiende a tu alrededor, y es extraño que nadie pueda observarlo a simple vista.

Tolstói en 1862, un año antes de empezar
 la  redacción de
Guerra y Paz
2. GUERRA Y PAZ representa la experiencia lectora total, una aventura absorbente que te deja sin aliento. Qué podría aportar yo a todo cuanto se ha dicho y escrito acerca de una obra de tal magnitud, si no es mi modesta experiencia personal. Ese grueso libro que llegó a mis manos hace tres meses no es ya simplemente un paralelepípedo, sino una arqueta de las maravillas de la que podría brotar en cualquier instante un mundo inconcebiblemente vasto y detallado: los lujos de un salón de baile en San Petersburgo y el fogonazo de un disparo, su sonido y el silbido de la bala en la batahola de una acometida militar; el lecho de muerte de un acaudalado conde y el resplandor de las hogueras encendidas la noche antes de una batalla; una declaración de amor y una  descarga de fusilería; la belleza de unos hombros de mujer emergiendo del tul dorado de su vestido y un dilatado campo de batalla contemplado desde una colina: las aldeas, puentes, bosques, valles, anchos ríos donde cientos de miles de hombres combaten confusamente y al margen de las órdenes superiores, entre la humareda de la pólvora y los gritos, pues así es la guerra; samovares para el té y sables afilados, perros afectuosos y carne de caballo, romanzas acompañadas al piano y el clamoreo de un ejército que ataca, una cajita para el rapé y las espuelas de un coracero; los cañones y el barrizal en el que se hunden las ruedas, el dolor de una madre por el hijo muerto, la multitud que aclama al emperador de Rusia, un carta leída a la luz de una vela, Napoleón caminando irritado de un lado a otro, una carga de cosacos, líneas de infantería de las que van siendo abatidos los hombres mientras avanzan todos con las bayonetas caladas, y también una partida de naipes, y un duelo a pistola; una multitudinaria partida de caza con jaurías de perros, y también la actividad enloquecida de una batería de cañones, el desalojo, ocupación, saqueo e incendio de Moscú, fusilamientos rápidos y agonías que duran semanas, sangre y nieve y hambre y derrota, ríos helados que se quiebran bajo el peso de la huida, matanzas, penurias sin medida, reencuentros, nuevas familias que se forman desde el recuerdo de los muertos…

El primer baile de Natasha Rostova. Ilustración de
 Leonid Pasternak (padre de Boris) para Guerra y Paz
Personajes de ficción y personajes históricos están mezclados a lo largo de toda la novela y se relacionan entre sí con naturalidad; ocasionalmente, la narración se vuelve razonada digresión histórica o filosófica, sin que el lector lamente apartarse de las peripecias novelescas por las que atraviesan los protagonistas: una cosa y otra le confieren al cuerpo ya de por sí vigoroso de Guerra y Paz las facultades intelectuales que perpetúan su vigencia. No en vano, el propósito principal de Tolstói al situar a una serie de personajes en unas circunstancias históricas extremas ("Desde que el mundo es mundo, nunca existieron guerras en condiciones tan terribles como la de 1812"), confundidos entre otros miles de seres humanos de toda condición, no es otro que el de sostener que los acontecimientos históricos no se deben a la voluntad de un sólo hombre, sino a la suma de millones de acciones realizadas por millones de hombres.


Leída al fin, aunque haya sido tan tarde, he creído comprender qué es lo que hace de Guerra y Paz lo que Guerra y Paz es entre las obras realizadas por el hombre a lo largo de toda su azarosa existencia: la Capilla Sixtina o la Novena Sinfonía de la Literatura, un triunfo absoluto de la mente creadora sobre cualquiera de los innumerables rasgos innobles que hacen del hombre lo que el hombre es. De un lado, una prosa asombrosamente sencilla aun en su enorme riqueza expresiva, así como la estructura más eficaz que hubiera podido concebir escritor alguno para hacer avanzar una novela tan descomunal. De otro lado, una penetración psicológica que alcanza a la totalidad de los personajes, incluso los más fugaces, y que consigue que en las más de mil cuatrocientas páginas -cuya lectura es penoso abandonar aunque sea por un solo día- se den cita todos los caracteres humanos, perfectamente definidos y desarrollados, todos los sentimientos, todas las virtudes y defectos, todas las aspiraciones, todas las razones para el heroísmo o la ternura  o el espanto, así como cierta técnica narrativa tan invisible como prodigiosa que hace posible el desplazamiento de multitudes a lo largo de grandes espacios abiertos y la atención sobre personajes solos en una habitación cerrada. Esto último, por cierto, era la principal referencia que yo tenía previamente de Guerra y Paz y de la maestría de Tolstói; todo aquél que alguna vez haya cedido a la tentación de escribir una historia conocerá bien las dificultades que entraña el conducir a un personaje de una habitación a otra, simplemente, de manera que no resulta difícil rendirse ante la forma en que el genio ruso supo disponer literariamente de tales muchedumbres y, con la misma pluma, analizar tan minuciosamente el alma de un solo hombre o una sola mujer. Y a todo esto hay que añadirle la que acaso sea la principal razón de su pervivencia: el hecho de que los horrores que describe ("El fin de la guerra es el asesinato; los instrumentos de la guerra son el espionaje, la traición, la ruina de los habitantes, el saqueo, el robo llevado a cabo para mantener a los ejércitos, el engaño y la mentira que reciben el nombre de astucia militar") no acabaran para siempre una vez expuestos de manera tan descarnada, sino que hayan venido repitiéndose desde entonces, superando monstruosamente sus efectos.

3. VALGA UNA ESCENA del Libro Tercero: El ejército francés, formado por seiscientos cincuenta mil hombres, al mando de los cuales está el propio Napoleón Bonaparte, ha cruzado el río Niemen y avanza a buen paso por las tierras de Rusia. Ha tomado ya la ciudad de Smolensk sin apenas dificultad, y el ejército ruso retrocede. El regimiento que manda el príncipe Andrei pasa cerca de la gran hacienda familiar, en la que han estado viviendo hasta hace tan solo unos días su padre y su hermana, alejados de la agitada vida en la capital. Bajo un calor sofocante, una larga columna recorre el polvoriento camino, la artillería por el centro, la infantería a los lados. La tierra del camino está removida, el polvo, levantado al paso de los soldados, lo cubre todo: en este punto de Guerra y paz el polvo parece elevarse por encima de los límites del libro, una gran nube de polvo que vela el disco rojo del sol y se mete en los ojos, en las narices, en la boca, en el pelo. Andrei Bolkonski decide aprovechar la cercanía del lugar donde nació y creció y toma, al galope, un desvío; al llegar a la finca comprueba que allí reina la desolación: los senderos están cubiertos de hierba, los animales domésticos vagan a su aire por los jardines, los cristales del invernadero están rotos. Un viejo mujik trenza unas alpargatas “con la misma indiferencia de una mosca que camina por el rostro de un cadáver”. Queda algún criado, que le explica que ante la proximidad del enemigo el viejo príncipe y su hija, la princesa María, partieron hacia Moscú, y que algunos regimientos de dragones habían hecho noche allí. Andrei se lanza al galope por la alameda para volver con sus hombres y sorprende a dos niñas saliendo del invernadero, con sus faldas recogidas y llenas de ciruelas. Las niñas se toman de las manos y se ocultan tras un abedul, sin agacharse a por las ciruelas que caen de sus faldas. Andrei, conmovido, finge no haberlas visto y espolea a su caballo, y al volverse con disimulo comprueba que las niñas han salido de su escondite y corretean alegres con sus pies descalzos... Guerra y Paz es la suma de centenares de escenas como ésta, y cuando, acabado el libro, volví a ver la película de Vidor fui consciente de todo cuanto falta en ella, esa lamentable abreviación de los detalles que enriquecen la trama, el pobre esquematismo en que se mueven los personajes.

Ahora sólo lamento haber terminado su lectura mucho antes de lo que esperaba.

Liev Nikoláievich Tolstói. 1828-1910


sábado, 5 de enero de 2013

Yuri Zhivago



Yuri Andreievich Zhivago, cuya imagen forma parte de la galería de perdedores que adorna las paredes del Loser, hubiera podido merecer también aquel pensamiento que Patxi Andión le dedicó a Federico García Lorca en una canción de los setenta: Tú poeta, y ellos tantos. Como Zhivago, igualmente hubiera podido merecerlo Boris Pastenak, el hombre que lo inventó como personaje de un libro y cuya vida al parecer estuvo trenzada con los mismos ideales, los mismos sinsabores, las mismas arrebatadas pasiones. Porque elegir entre ser o no libre es un lujo que el verso puede permitirse tan sólo desde el punto de vista de la métrica; como expresión de un sentimiento que a menudo está más allá de la consciencia del propio poeta, que el poeta rescata de sí a través de la palabra, tal elección no es posible: la libertad hace al verso, lo constituye. El verso es la libertad de ser verso. Un poeta vigilado, sometido, amordazado por el poder político experimenta la tortura de dentro hacia afuera, desde la raíz misma de su condición de ser humano hasta la última de sus terminaciones nerviosas.

                                                                                                (Foto: JFH)

Que yo no haya leído aún la novela de Pasternak se debe a que hace años adquirí una traducción muy poco apetecible, que además ni siquiera era del ruso original (se trata de una edición de 1966 comprada en librería de lance). No la he leído, es cierto, pero confieso mi absoluta fascinación por la película de David Lean, una fascinación que ha ido creciendo en cada una de las ocasiones que me he sumergido en sus imágenes y me he dejado invadir por su música. Y de las muchas cosas excelentes que contiene esta indudable obra de arte, siempre me sentí especialmente conmovido por la interpretación de Omar Sharif, un actor que tal vez no figure entre los -digamos- diez mejores que ha dado el cine, pero que logró, a mi juicio, convertirse plenamente en aquel médico y poeta batido por la doble tempestad de los avatares históricos y del amor. Yuri Zhivago es para mí los ojos de Omar Sharif, unos ojos que acumulan toda la tristeza de un hombre herido en su idealismo y en su sensibilidad poética, y desgarrado además entre dos mujeres, entre la dulzura y el deseo, entre la abnegación y el fuego; Zhivago es esa mirada líquida, enrojecida, atónita, capaz de iluminarse ante la minúscula e irrepetible estrella de un copo de nieve adherido al cristal de la ventana y de petrificarse en el horror de la sangre derramada, esa mirada clavada entre la nieve y el cielo, allá a lo lejos, donde el trineo en el que ella se ha ido para siempre es apenas un punto oscuro, ni siquiera eso ya, oh, Lara, Lara... Oh, Tonya... Perdidas las dos...

                                         (Foto: JFH)
La ciudad en la que vivo le tributó hace unas semanas un emotivo homenaje a Omar Sharif, haciéndole entrega del premio Almería Tierra de Cine, que anualmente se concede, en el marco del festival de cortos, a una personalidad del cine cuya carrera haya estado en algún momento vinculada a la provincia. Tres años antes de convertirse en Yuri Zhivago, Sharif fue Sherif Alí, un jefe tribal árabe que, acompañado por T. E. Lawrence, lanzó a los suyos al asalto de la ciudad jordana de Áqaba, en realidad un gran decorado construido en la playa almeriense de El Algarrobico, en Carboneras (hoy tristemente célebre a causa de un hotel que a nadie aloja ni nadie derriba, monumento fantasmal a la especulación y a la codicia). Es por este personaje de la imperecedera Lawrence de Arabia por el que se le homenajeó aquí, un papel que el actor egipcio valora por encima de cualquier otro que haya interpretado y al que debe el arranque de su carrera internacional. Ahora bien, yo quise buscar en sus ojos lo que quedara de aquel doctor Zhivago. Me mezclé discretamente entre quienes asistieron al descubrimiento de la estrella con su nombre que se ha colocado en una calle de la ciudad (a la manera, dicen, de un “paseo de la fama”) y traté de hacerle alguna fotografía aceptable. Antes, sentado a la mesa de un café, Sharif tuvo la gentileza de posar un instante para mi cámara. Le correspondí con un leve asentimiento de gratitud. Omar Sharif ha alcanzado una edad a la que no pudieron llegar ni Zhivago ni Pasternak, y sonríe más abiertamente de lo que sin duda lo hubieran hecho ellos a los ochenta y un años. Desde aquella película, sus ojos le han prestado la mirada a varias decenas de personajes diferentes -y se han concentrado en miles de partidas de bridge-, y en su humedad, la que es propia de los ojos de toda persona mayor, flota ahora la acumulación de tantos recuerdos y la lejanía de casi todos ellos, esos otros puntos en el horizonte. Posee una apostura en la que apenas se aprecia la fatiga, aunque sí esa clase la lentitud tan natural en la vejez y en la elegancia, de modo que resulta difícil pensar en él como en un anciano. Sonríe agradecido, se lleva la mano al pecho y a los labios, gesto que repite por la noche, durante la gala de inauguración del Festival, cuando le hacen entrega del premio.

                                                                      (Almería, 4/12/2012. Foto: JFH)

He vuelto a ver Doctor Zhivago: qué increíble emocionarse de nuevo casi en cada plano, ir reconociendo cada escena sabiendo cuál es la siguiente y seguirlas una tras otra como imantados por la belleza, porque hubo un tiempo en que el gran cine era esto, este ritmo, esta minuciosa dirección artística, esta música, esta fotografía, estos actores, este amor infinito por el arte de hacer películas, esta sensación tan pero tan gozosa que te queda cuando acaba y han pasado más de tres horas como en un suspiro.