viernes, 25 de mayo de 2012

Axolotl, metáfora de la creación literaria


Juan Carlos Onetti, según recogió en un artículo de 1971 Félix Grande, expresó sobre Julio Cortázar una opinión que estremece por lo acertado de su percepción: ante su aventura poética, el genial uruguayo siente piedad y miedo, y dice: “Cortázar está rozando con la mano el otro borde, el otro lugar, la otra piel de la realidad donde todo es imprevisible y puede ser feroz”. 


Tomemos “Axolotl” (relato del que, por cierto, Francisco Machuca escribió hace poco espléndidamente en su blog). En un Coloquio Internacional organizado por la Universidad de Poitiers en el mes de mayo de 1985 bajo el título Lo lúdico y lo fantástico en la obra de Cortázar,  Francis Fontmarty hizo una interpretación apasionante de este cuento. Fontmarty partió de la condición uterina de la pecera que contiene a los axolotl; en el texto de Cortázar, un personaje se siente atraído por estos animales mexicanos de manera tan intensa que acaba convirtiéndose en uno de ellos, para contemplar desde dentro cómo su propia cara se aleja del acuario. Este animal está relacionado con el mito precolombino de Xolotl, mito que puede entenderse como una metáfora de la metamorfosis creadora, de la mutación necesaria para entender lo otro, es decir, el otro lado, esa constante… 

Xolotl fue un dios azteca que, no aceptando sacrificarse en el fuego regenerador para crear el sol de la quinta humanidad, trata de escapar valiéndose de una sucesión de transformaciones. Fontmarty nos dice que el juego de transformaciones y desdoblamientos que nos ofrece la mitología funciona como un mito de creación; una creación que en el caso de Cortázar es fundamentalmente literaria. La escritura es la presencia de una ausencia / máscara. El vidrio de la pecera y el propio texto poseen idéntica función: se trata de la ilusoria transparencia de una posible comunicación que sólo se alcanzaría operándose en el lector una metamorfosis visual que integre al escritor; es decir, la identificación absoluta

 Julio Cortázar

Dice Morelli en Rayuela que “el lector debe vampirizar al escritor, debe robarle el alma”. En “Axolotl”, el vidrio del acuario y el texto actúan como espejo y reflejan lo insondable de nuestro ser: la escritura es una forma de mutación, un retraerse cada vez más hacia uno mismo, un desandar el camino de la especie hasta regresar al origen uterino: en realidad, el aspecto físico del axolotl es el de un feto inmóvil en su líquido amniótico. Pero, dice Fontmarty, conocerse a sí mismo es ante todo la manifestación de un narcisismo fatal. Se cita una historia narrada en el capítulo 8 de Rayuela, sólo seis capítulos más adelante que aquél en que la Maga había ejercido un lento narcisismo frente al espejo: la propia Maga y Oliveira visitan un acuario y ambos recuerdan: “un pez sólo en su pecera se entristece, y entonces basta ponerlo un espejo y el pez vuelve a estar contento”. 

Para Fontmarty, “regresar al acuario / útero remata el descubrimiento contemplativo del propio ombligo. Pero ese narcisismo citado es fatal, puesto que la escritura re-creativa es un juego mortal, un salto a lo imposible, al más allá: al otro lado. “El escritor descubre la verdad deslumbrante de su propio yo / él en el espejo de la escritura”. Por eso, el cuento “Axolotl” acaba mostrándonos al mismo tiempo su yo narrador y el axolot, ambos en el acuario.

 Cortázar y Juan Carlos Onetti

lunes, 21 de mayo de 2012

El Loser: sus habituales (5)


Brent Lynch, Cigar Bar                                         
                                                                     
 Para Abril

El tipo viene de vez en cuando y se sienta en ese mismo lugar de la barra. Debe de rondar los cincuenta, y nunca pide una bebida en concreto: confía en que el barman le sorprenda con algo nuevo cada vez. Hoy parece achispado, pero es seguro que no provocará ninguna escena incómoda. No es su estilo.

-¿Sabes lo que es la vida, muchacho? –dice – Ven, acércate. Yo te lo diré. Verás: el lunes es duro, es la piedra de Sísifo; el martes es todavía martes; el miércoles, ya es miércoles; el jueves, mañana viernes; y el viernes, por fin es viernes. El sábado y el domingo se pasan sin saber cómo, y el lunes vuelta a empezar. Y eso si tienes suerte de trabajar en algo. Eso sí, yo siempre miro hacia adelante, ¿sabes, muchacho? Ni siquiera leo el periódico. Como escribió Don DeLillo, si no lees el periódico, nunca  llevas un solo día de retraso. No señor. Siempre hacia adelante. Aunque a veces, bueno, una miradita al pasado no puede hacer daño, me parece. Yo trabajé en una película, ¿sabes? Hace muchos años, claro. No era un gran papel, pero me convencí de que era el principio de algo. Es lo normal, ¿no? Quién no ha sentido en su juventud que estaba en el comienzo de algo que luego no llegó a nada. Eso es la vida, muchacho. Y pasa tan deprisa... Me enamoré de la actriz protagonista, tonteamos, pero aquello tampoco fue el comienzo de nada importante. Fue, sin más. Y cada vez que veo una película suya no puedo evitar acordarme del olor de su perfume. Y han pasado muchos años, puedes creerme. En fin. Oye, este cóctel está realmente delicioso. ¿Cómo dijiste que se llamaba?

-“Abril en París”.

-Realmente delicioso. Un poco fuerte, eso sí…

-Pastis y coñac para empezar (casi un sol y sombra bajo el Arco del Triunfo), ron, digamos que en recuerdo de las Antillas francesas, zumo de naranja, un chorrito de Cointreau, y otro más de granadina, pues se trata también de un París al atardecer: agitar en coctelera con mucho hielo y servir en copa de champán. Las medidas forman parte del secreto profesional.

-¿Y esto que parece una aceituna?

-Una uva de la Ribera del Duero, macerada en un tarro con pastis durante meses.

-Ah, delicioso de veras. Cóbrame, muchacho. Tengo que seguir tratando de vender alguna póliza. Figúrate: tratar de vender un seguro hoy en día. Seguro de qué. Seguro que no coloco ni uno.

-¿No se queda a la actuación? Ya va a empezar. Ya están saliendo los músicos, ¿ve? Espere un poco, le gustará. Son buenos.

De Un día volveré (Paris Blues, 1961), dirigida por Martin Ritt 

viernes, 18 de mayo de 2012

Ahora sí en regiones más transparentes


No queremos, por más negaciones y fatalidades que se acumulen sobre nuestras cabezas, por más testimonios y certezas de lo imposible que nos presente la fiscalía de la muerte, renunciar a la convicción de que la muerte no es la nada, es algo, es valiosa, aunque ella misma nos diga lo contrario. Creemos que la muerte de hoy dará presencia a la vida de ayer. Con Pascal repetimos: «Nunca digas “lo he perdido”. Mejor di: “lo he devuelto». Piensa que es cierto. Hay quienes mueren para ser amados más. Piensa que el muerto amado vive porque el amor que nos unió está vivo en mi vida. Piensa que sólo lo que no quiere sobrevivir a todo precio tiene la oportunidad de vivir realmente. Querer sobrevivir a todo precio es la maldición del vampiro que nos habita.

CARLOS FUENTES, En esto creo. Seix Barral 2002


Foto: Paulina Lavista

martes, 15 de mayo de 2012

El homo insipiens

Giovanni Sartori hablaba en su Homo videns: la sociedad teledirigida del hombre "postpensamiento", del hombre que ve frente al hombre que piensa (cada vez menos), del consumidor de imágenes frente al consumidor de palabras escritas, del homo insipiensen definitiva, y de cómo de todo ello se infiere una regresión evolutiva. Renunciando al pensamiento abstracto renunciamos al símbolo, renunciando al símbolo renunciamos a la racionalidad. La televisión, dice Sartori, produce imágenes y anula los conceptos, de modo que atrofia nuestra capacidad de entender. Necios ha habido siempre, añade, pero estaban dispersos, aislados y neutralizados. La televisión –que “favorece a los estrambóticos, a los excitados, a los exagerados y a los charlatanes”, que “premia y promueve la extravagancia, el absurdo y la insensatez”- los ha reunido y ahora se han hecho fuertes. "En el pasado no contaban; hoy se encuentran y, reuniéndose, se multiplican y se potencian". "La ignorancia casi se ha convertido en una virtud". Los medios de comunicación, dice, no reflejan los cambios que ocurren, sino las transformaciones que suscitan: el productor produce a sus consumidores y estos, a su vez, se vuelven adictos al producto.
  

Qué triste no poder sino asistir impotentes a la consolidación de aquello que Rafael Argullol llamó en un luminoso artículo, “el prestigio de los necios”. En aquel texto, publicado en El País hace ya varios años, Argullol hablaba de una joven de Elda que se había suicidado en esos días como consecuencia del acoso escolar al que estaba sometida; era una estudiante de 16 años con un excelente rendimiento escolar que había empezado a suspender asignaturas a propósito para libarse de la presión; y escribía Argullol: “no es infrecuente que los escasos estudiantes propensos a leer algún libro lo hagan en secreto, ocultos a las miradas de los demás, no sea que llegue a los matones de turno y sus estultos seguidores la noticia de que alguien quiere saber algo que no está en la televisión o en la publicidad”.

Pero, ¿y si todo formara parte digamos de un plan preconcebido? Estaríamos ante una teoría de la conspiración más, es cierto; pero, ¿y si la nefasta influencia que ejerce la televisión en nuestras sociedades no fuera causal? Decía Marshall MacLuhan que el contenido de un medio sólo es el jugoso trozo de carne que lleva el ladrón para distraer al perro guardián de la mente. Muy bien pudiera ser que la distracción que nos proporcionan las distintas televisiones no fuese tan inocente; de hecho, nos dicen que la proliferación de programas inmundos estaría en proporción directa a la necesidad de distraerse que manifiestan los espectadores, siendo distracción la palabra clave. Pero, ¿distraer no significaba, además de divertir, entretener y recrear, también apartar la atención de una persona del objeto a que la aplicaba o a que debía aplicarla? La llamada “industria del entretenimiento” vive un verdadero auge; pero, ¿qué ocurre realmente mientras nosotros estamos siendo entretenidos? Nos distraen, nos entretienen… Suena como un timo, pero a gran escala, a una escala planetaria: están los timadores, están los ganchos y están los incautos.

En definitiva: ¿Y si todo lo que damos por cierto, o buena parte de ello, no lo fuera? Por si acaso, fortalezcamos nuestra indignación, y leamos, y pensemos, y por tanto dudemos, aun a riesgo de ser ahora nosotros los dispersos, los aislados, los neutralizados.             

lunes, 7 de mayo de 2012

La suave piel de la anaconda, de Raúl Ariza










 "Así que ha tenido que volver a casa de unos padres viejos y amables. Una casa en penumbra en la que parece que siempre anochece. Una casa de la que Rubén ya había olvidado sus escondites preferidos y ese olor a rancio que lo impregna todo. Una casa llena de relojes detenidos, de figurillas de porcelana con mirada sin brillo y de medicamentos de viejos por las mesillas de noche". 

Raúl Ariza, "Desmemoria"





Dice el fantasma de Fernando Pessoa en una novela de José Saramago que “la soledad no es vivir solo, la soledad es no ser capaz de hacer compañía a alguien o a algo que está en nosotros, la soledad no es un árbol en medio de una llanura donde sólo esta él, es la distancia entre la savia profunda y la corteza, entre la hoja y la raíz”; y añade: “solitario es estar donde ni nosotros mismos estamos”. De este mal están aquejados muchos de los imaginarios clientes de este imaginario local que es el Loser; entre ellos, entre quienes un día entran sin saber por qué y se sientan a la barra y piden una copa y beben en silencio o se desahogan con el barman, muy bien podrían estar los personajes que pueblan el segundo libro de relatos de Raúl Ariza, La suavepiel de la anaconda: Rosario, por ejemplo, que perdió para siempre a la mujer que amaba a manos de su marido, o Eva, con su belleza fresca de joven que debiera ser feliz pero que tiene un moratón bajo sus ojos claros, o Fernando y Juanma, o Jesús, que cometió una locura cuando supo que su mujer estaba enferma, o Ángel y Julia y Rosa, sobre todo ella. Y no es que se nos hable explícitamente de su soledad: de todos los estados del alma, éste es quizá el que menos se nombra en el libro y el que más intensamente, aunque de manera oblicua, percibe el lector. Digamos que, como en la vida misma, también en las páginas de La suave piel de la anaconda la soledad serpentea silenciosa.

Raúl Ariza ha ido perfeccionando a lo largo de estos últimos años una manera propia y reconocible de contar una historia en apenas uno o dos folios. Es posible que en un principio esta brevedad fuera  la más adecuada para el medio en que empezó a publicar los relatos, su blog El alma difusa, pero no cabe duda de que ha logrado dominar de tal modo su técnica narrativa –sutil hasta la invisibilidad, por lo demás- que no se trata ya de que en sus cuentos no haya una palabra de más ni una palabra de menos, es que las palabras que utiliza, cada una de ellas, insinúan caminos en las vidas de los personajes que extienden la historia mucho más allá de los límites meramentes literarios. Escribió Antonio Muñoz Molina que la verdadera originalidad nunca es un propósito, sino un resultado. Estoy convencido de que Raúl Ariza no se impuso como principal objetivo el de renovar un género o cosa parecida, sino el de escribir un cuento corto de una manera eficaz, de modo tal que el lector se implicara plenamente en la trama a pesar de la brevedad, se conmoviese sin tener que enfatizarle los aspectos emotivos y se sorprendiera al final sin someterlo a una pirueta tramposa en las últimas líneas; la originalidad de sus cuentos, el hecho de que sus historias sean a la vez cotidianas y únicas, que los personajes nos parezcan tan reales, que haya tanto que asimilar en tan limitado espacio, y que a la vez sea tan admirablemente sencillo de asimilar si se hace una lectura atenta, es, precisamente, el resultado de haber puesto toda su voluntad y su talento en contarnos una historia de la mejor manera posible (… y Bego, y Aisha, y Santi, y Loren, que sueña en verde, y Carmen, que es soñada, y Arturo, que ha empezado a hacer deporte y se masturba metódicamente todos los días, muchas veces sin ganas, y Victoria, que duerme en la arena de su isla griega sin más toalla que su piel y admira su cuerpo en el espejo…).

Se ha dicho que la prosa de Ariza es transparente, que está exenta, según palabras que le dedicó el escritor Francisco Ortiz a su primer libro, Elefantiasis, de retórica y figurines, de florilegios tramposos (o eso que llamó Juan Marsé prosa-sonajero), y es completa y gozosamente cierto; no rehúye tampoco la prosa poética, pero con el mismo sentido de eficacia narrativa: decir más de lo que se está diciendo, pero sin oscurecer la narración, sin pretender solemnizar un estilo por encima de la historia (… y Belén, que se duchará la tristeza y se peinará las ganas de contarle a su marido que ya no le quiere…). Sus cuentos, en cualquier caso, rechazan la lectura apresurada y superficial, porque cualquier palabra puede ser un indicio anticipado del desenlace o establecer las razones de un gesto, de una renuncia, de un acto de violencia, de un desengaño o de una nueva ilusión. Que la mayoría de los cuentos se desarrollen en presente o antepresente de indicativo determina, además, que narrador, personaje y lector se citen en el mismo instante y el mismo lugar, que unos y otros convivan en la inmediatez de la historia, que contar y leer sea tanto como observar desde la más absoluta complicidad (… y Susana, y Anne, y Félix, y Patricia, y Teresa, que se marchó con los niños, y Rubén, que ha tenido que abandonar su casa y pasó la última Nochevieja en casa de sus padres, durmiendo en la pequeña cama que fue suya de crío, y también Fanny, que ha conocido a un alma gemela...).

En los magníficos relatos de Raúl Ariza cabe la descripción física –nunca gratuita-, cabe la rutina y lo excepcional, caben todas las horas del día, todas las estaciones del año, el sexo sin prisas pero sin emociones, las consecuencias de la agresividad, caben los triángulos sentimentales (… y Rafa, Adela y Cris, y Enrique, Raúl y Bárbara, y Víctor, Daniel y Belén…), cabe la pérdida y el encuentro, el anciano que agoniza y el adolescente que oye llorar a su madre todas las noches, todo ello con una mezcla de sensibilidad y dureza, como hábilmente se anticipa en la cita de Raymond Chandler que abre el libro, pero sobre todo con la penetración en el alma humana –tan difusa ella, a veces- de quien sabe mirar a su alrededor y reconocerse entre iguales, pues casi todos coincidimos, antes o después, en algo que señaló acertadamente Pessoa (no el ficticio de la novela de Saramago, sino el real, el autor del Libro del desasosiego): “Al final de este día queda lo que quedó de ayer y quedará de mañana: el ansia insaciable e inúmera de ser siempre el mismo y otro”.

Y así suena en el Loser uno de sus cuentos:




La suave piel de la anaconda está publicado por la editorial Talentura

Foto: JFH