lunes, 31 de julio de 2017

Despedida en clave de Julio


Es como tocar la boca de la ciudad a la que amas, caminando despacio y mirándolo todo: como tocar el borde de su boca, como ir dibujándola con tus pasos y tus ojos, como si por primera vez la boca de esa ciudad se entreabriera, y te basta recordar que estás despidiéndote de ella tal vez para siempre, o que lo harás en apenas un par de meses, para deshacerte por dentro y recomenzar a llorar. Uno hace nacer cada vez la ciudad que ama, y su boca de calles que se abren a tu deambular, calles que se desearía no perder nunca y que tus pasos y tus ojos eligen y dibujan en el plano de la nostalgia, cartografía de calles elegidas para tu nacimiento hace ya tanto, perdidas luego, recuperadas una o dos veces al año siempre, y que tal y como sabías que ocurriría algún día coincide exactamente con las calles que no sonreirán más por debajo de las que mis pasos y mis ojos dibujan.

Oh, Julio, cómo imaginar que aquel capítulo siete con que me atrapaste para siempre en tu rayuela me serviría algún día para despedirme de mi ciudad amada, para llorarla antes de lo que esperaba, de repente. Las ciudades no corresponden al amor que se las tiene más que cuando sabemos mantener vínculos con sus gentes, de otro modo son este cíclope indiferente que no me dirige la mirada, son edificios que seguirán habitados, teatros que anunciarán año tras año el programa de obras para las fiestas, monasterios góticos tras cuyos muros dicen que le crece el cabello y las uñas a un Cristo de madera, puentes de hierro, o mayores, o puentecillos romanos donde tardará en inscribirse mi silueta ya no tan delgada, pero eso es otro número de la rayuela, palacios de Diputación en cuyos patios seguirá sonando todos los veranos música a cielo abierto, gárgolas catedralicias sujetando cámaras de fotos, cigüeñas que están o no están, depende de la inutilidad de quienes se dicen protectores del medio ambiente, criptas visigodas. Mi ciudad se va de mí, no yo de ella, me deja perdido, sólo queda un último acto, y yo ya siento temblar esa fecha contra mí como una luna en la superficie del río Carrión, por donde, según aquella rumba, pasaba un submarino cargado de borrachos y todos palentinos...






(Fotos: JFH)

jueves, 6 de julio de 2017

Shane


Es imposible saber qué le ocurrió a Shane allá, en el lugar de donde quiera que venga, o en la sucesión de lugares de los que se haya marchado camino, ahora, de cualquier otro sitio donde no haya estado antes. Huye de ello: no precipitadamente, no con miedo, no como acuciado por una persecución. No temiendo la muerte, por ejemplo, al menos no la suya.  Acaso sí las que sin poder evitarlo acaba por provocar. Es un hombre emocionalmente cansado cuando llega al valle, solitario, errabundo, con una marcada expresión de melancolía en la corta sonrisa. Lo que sea aquello de lo que huye, la suma de sus pasados violentos, le impulsa instintivamente a buscar el revólver si de pronto se produce un ruido, incluso allí, en la granja de los Starrett, buena gente, campesinos intentado echar raíces en tierras que los rudos ganaderos que les precedieron consideran suyas. Por qué no aceptar quedarse un tiempo con ellos, trabajar en la cerca y en los sembrados, ayudar a talar ese viejo tocón con el que Joe Starrett lleva batallando más de dos años. El pequeño Joey es un chico despierto, y ella, la madre, Marian..., bueno, su voz fue lo primero que oyó cuando se acercaba a la granja montado en su caballo: para él, antes que a una familia, aquella granja estuvo ligada a una bella canción.

Es bien sabido que Shane (George Stevens, 1953), o Raíces profundas, como se tituló –felizmente, a mi juicio- en español, está contada a través de los ojos de un chico, Joey Starrett (Brandon De Wilde). Se trata de uno de los más célebres casos de narración subjetiva en cine: son sus ojos los que ven llegar al desconocido en el primer plano de la película y sus ojos los que le ven marchar en el último; los que asisten a la tumultuaria pelea en el bar de Grafton, en la que su padre y Shane vencen a un número muy superior de rudos cowboys, y también los que contemplan por debajo de una puerta batiente el duelo final. De su creación es, por tanto, la imagen legendaria que nos queda de ese pistolero en busca de redención interpretado por Alan Ladd, incluido el arabesco giratorio que realiza con el revólver antes de enfundarlo tras matar a dos hombres (esa huella imborrable que es el asesinato). Pero nosotros vemos más, vemos la soledad en su rostro, vemos las miradas que se cruzan él y Marian Starrett (Jean Arthur), la compenetración en el baile, la aceptación por parte de Joe Starrett (Van Heflin) de una situación para la que no encuentra culpables, al fin y al cabo ella es la chica más honesta con la que ha vivido; vemos la renuncia de Shane, que nunca fue un cobarde, o quizá sí, quién puede saberlo, no lo deja claro bajo la lluvia y enmarcado por el ventanuco del dormitorio del niño: sería largo de contar, Joey (It’ a long story, Joey). Vemos, en fin, su condición de perdedor donde el muchacho ve la invencibilidad de un gigante.


Todo sucede al otro lado de las montañas, que aquí, en el valle, es este lado de las montañas, donde una forma muy elemental de civilización lucha contra el espíritu de conquista que empujó a los primeros hombres blancos a arrebatarles aquel territorio a los indios. Es un valle fértil: la geografía juega un papel fundamental en la película, y la textura del sonido, y la madera, ese material a medias entre la naturaleza y la mano del hombre: de madera son las granjas y casi todo lo que contienen, y las cuatro o cinco edificaciones a las que llaman pueblo, todas levantadas a un solo lado, sin calle propiamente dicha, con el bazar y el bar de Grafton dominando el conjunto, y un hotel, y una herrería, y lo que parece una peluquería; de madera son los troncos con que están construidas las paredes y el tejado, y las tablas del suelo, y las puertas batientes, y las escaleras, y los toneles, y los estantes, y las cercas. A veces madera podrida, como en algunas sillas que se desbaratan contra una espalda; a veces de la mejor madera de la que puede estar hecho un hombre.

Dicen que Jack Wilson (tenebrosamente magnético Jack Palance) viene de Cheyenne, que es un pistolero contratado por los Ryker para acabar con quienes ellos llaman intrusos, no colonos. Pero es la muerte, en realidad, que le da alcance a Shane. Wilson, rápido, muy rápido con el revólver, enjuto como la propia vieja dama, oscuro como la sombra de sí mismo, lento, de ojos hundidos y risa cadavérica, capaz de eternizar el momento de un disparo después de haber desenfundado antes, como para que el pobre diablo que acabará tendido en el barro tenga tiempo de pensar en su muerte. Shane conoce a Wilson, pero Wilson no conoce a Shane. ¿Quién es, entonces? Aquel tipo que llegó vestido como un trampero, con una cartuchera de gruesos remaches de plata y un revólver también plateado y de cañón largo, la funda a la cadera para que al sacar quede ya en posición de disparo, ¿quién diablos es? Imposible saberlo.


Hace tiempo que acepté que George Stevens es el director de cine al que más admiro, por pura lógica: varias de mis películas favoritas llevan su firma, empezando por Un lugar en el sol y Gigante. Raíces profundas es uno de los westerns que más amo, por esa carga de poesía en imágenes que destila cada plano. Esa mezcla de aparente sencillez y hondura poética y psicológica fue resumida en una frase por el historiador Edward Countryman, quien escribió que Shane no es más que una película del oeste en la misma medida que Romeo y Julieta no es más que una historia de amor... La fotografía de Alan Ladd está colgada en las paredes del Loser junto a la de Tom Doniphon, no porque el actor resista una comparación con John Wayne (aunque la imperturbabilidad interpretativa de Ladd encuentra su razón de ser en este personaje), sino porque ambos personajes son hombres de puerta batiente, capaces de disparar contra el pistolero más rápido, salvando con ello al hombre que sin duda habría muerto en el duelo y renunciando, al mismo tiempo, a la mujer que aman.

Cuando yo era niño, la escena final de Raíces profundas, con la voz de Brandon De Wilde resonando en el valle mientras la figura del buen pistolero se empequeñece camino de otras montañas (¡Vuelve Shane, mamá te aprecia!) estaba entre las más recordadas de la historia del cine. Por películas así nos convertimos algunos en carne de celuloide.