jueves, 26 de septiembre de 2013

Anti-palabra

Me encuentro de pronto este fragmento en La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera (¿por qué diablos no leí esta novela cuando la leyó todo el mundo?)

Se dio cuenta de que desde su infancia no hace otra cosa que hablar, escribir, dar conferencias, inventar frases, buscar expresiones, corregirlas, de modo que al final no hay palabras precisas, su sentido se difumina, pierden su contenido y se convierten en residuos, hierbajos, polvo, arena que vaga por su cerebro, que le duele en la cabeza, que es su insomnio, su enfermedad. Y en ese momento sintió el anhelo, oscuro y poderoso, de una música inmensa, de un ruido absoluto, un bullicio hermoso y alegre que lo abrace, lo inunde y lo ensordezca todo y en el que desaparezca para siempre el dolor, la vanidad y el nihilismo de las palabras. ¡La música, la negación de las frases, la música, la anti-palabra!” (Traducción de Fernando de Valenzuela)

Y de pronto siento la exaltación del reconocimiento, el mayor placer que procura la lectura, y me digo que sí, que es eso mismo, y en la primera hoja en blanco del libro, la que siempre he usado para anotar a lápiz la página donde encontrar más tarde una frase o un pasaje concretos, escribo “hastío de palabras”, y yo me entiendo: esa sensación es mía desde hace tiempo, la de tener la mente habitada por un caos de palabras posibles e imposibles; reconozco esa infatigable actividad cerebral de escribirinventarbuscarcorrigir palabras, reconozco esa permanente ebullición de palabras que son o podrían ser un hilo del que tirar para tejer un párrafo, un borbotón de palabras encadenadas a mí, trabadas a mis sentidos, embotelladas en un cruce de palabras; palabras menos precisas de lo que se quisiera, medias palabras, palabras sin honor, palabras mercenarias, palabras odiosas porque me alejan de otras palabras más mías, palabras escurridizas, un mármol de palabras por tallar, paraules d’amor a las que uno da cientos de vueltas y luego no llega a decir nunca, palabras que pierden su contenido, como bien dice Kundera, una maraña de significantes sin significado, perras negras, como decía Cortázar - siempre Julio-, pero ladrando en la habitación de al lado, ladrando todo el tiempo, desde la infancia, es cierto, Franz –el personaje se llama Franz-, desde niño, resulta agotador. Y aún así no deseo “ese ruido absoluto” que las ahogaría. A veces me sirve la música, sí,  la música que amo, pongamos Radio Clásica ceñida a mis oídos, pongamos El secreto de las musas hasta las ocho, camino del trabajo, un hermosísima banda sonora de vihuela, tiorba o laúd cuyas cuerdas pulsadas trato de imaginar para visionar objetos, no la palabra que los designa, para pensar en mis sentimientos, no en la manera de expresarlos… Pongamos Clásicos del jazz y del swing cuando regreso, a partir de las tres de la tarde. A veces me sirve, sí: ya dijo Aldous Huxley que después del silencio, lo que más se acerca a expresar lo inexpresable es la música. Pero ya he comprobado que sólo el propio silencio silencia ese pandemónium de palabras que es mi cabeza, un silencio perfecto, hermético, absoluto, como el que experimenté este mes de agosto en la iglesia gótica del Real Monasterio de Santa Clara, en Tordesillas. Fueron sólo unos segundos, el tiempo que tardó la guía en considerar que ya podía empezar su explicación, pero resultó de una intensidad tal que sentí la sangre en mis oídos y un ahogo en el pecho y un maravilloso, reconfortante vacío de palabras.

Milan Kundera

domingo, 22 de septiembre de 2013

Literatura y televisión

Hace un par de años le oí contar a un escritor de cierto éxito (novelas más o menos históricas con tramas más o menos intrigantes publicadas en editorial de campanillas) que la primera versión de su último libro, el que venía a presentar, le había quedado muy larga, y que para reducirlo a unas dimensiones manejables había procedido a quitarle "todo lo que sobraba, toda la literatura...". Prometo que es cierto. Bueno, pues ni siquiera así he visto yo a este escritor en la televisión. Los escritores ahora salen muy poco en la televisión, y en ese “muy poco” cabe además el grotesco episodio de Lucía Etxebarría en una isla, así que... Hay un programa en la segunda cadena estatal, que seguro hacen con mucho cariño y que, bueno, está bien, pero al que le pasa, creo yo, como a la llamada cocina creativa, que es muy original, está muy bien emplatado y combina ingredientes exóticos, pero al final te sabe a poco, te quedas con hambre. Yo recuerdo Los libros, con Armas Marcelo y Eduardo Sotillos, recuerdo El lector, con Agustín Remesal, recuerdo Negro sobre blanco, de Sánchez Dragó, que es un tipo que podrá caer mejor o peor pero que hacía espléndidos programas literarios (más lejos en el tiempo recuerdo también Encuentros con las letras y Biblioteca nacional). Y desde luego inclinémonos ante aquel A fondo presentado por Joaquín Soler Serrano, que hemos recuperado gracias a su edición en vídeo y DVD, por donde desfilaron los mejores poetas y narradores en lengua castellana de la segunda mitad del siglo XX –y parte de la primera, también-. Pero es que además los escritores aparecían en cualquier programa de entrevistas que se preciara, para hablar de su libro o para explicar cómo absorbían agua por el culo, cada uno en su estilo, pero ahí estaban. La primera vez que yo vi a Julio Cortázar fue en un programa de Mercedes Milá, quien años después, por cierto, afirmó que el maestro argentino había sido la persona que más le había impresionado de todas cuantas pasaron por su mesa de entrevistas.

Bueno, pues hoy en día los escritores salen muy poco en la tele. Digamos que no dan juego. Y como lo que no sale en la tele no existe, las grandes editoriales han decidido que ahora las novelas las escriba gente que sí sale, gente que presenta programas, de variedades o informativos, eso es igual, pero que resulta familiar para el gran público, el que está dispuesto a gastar su dinero en un libro. De este modo, burla burlando, cuando uno entra en una librería lo que se encuentra bien a la vista son novelas de Maxim Huerta, de Marta Robles, de Nuria Roca, de Jorge Javier Vázquez, de María Teresa Campos, de David Cantero, de Mari Pau Domínguez, de Mara Torres, de Sandra Barneda, de Nieves Herrero. Planeta le pidió hace más de un año una novela a Jaime Cantizano, pero no se sabe cómo va eso, y todavía se recuerda aquélla de Ana Rosa Quintana, lo mal que acabó el asunto, pues en lugar de contratar a un negro para que se la escribiera contrató a un Rojo, que es un color que se disimula mucho peor en la sombra, y todo salió a la luz. Sin duda todos ellos tenían una arraigada vocación de novelistas, lo que ocurre es que la vida les fue llevando por otro camino. Pasa mucho; a Kafka, sin ir más lejos, la vida le llevó a una agencia de seguros.

No seré yo quien diga que estas personas que forman parte de la nueva narrativa española son malos escritores, o que son malas las novelas que las grandes editoriales les publican y los lectores compran; no lo diré porque no las he leído ni es probable que las lea en el futuro, no por desprecio, por favor, entiéndaseme, es más bien que me queda por leer una cantidad abrumadora de novelas de Dickens, de Stendhal, de Balzac, de Víctor Hugo, de Galdós, de Baroja, de Proust, de Ana María Matute… en fin. Quiero decir que tengo lecturas pendientes. Tal vez no esté a la última última en cuestión de novelas, pero siempre he ido por libre, no sé, como a contracorriente. Justo antes del verano leí Otra vuelta de tuerca, de Henry James. ¿Puede haber algo más pasado ya? Bueno, pues me gustó una enormidad. Qué le voy a hacer: amo la literatura. La televisión, hoy por hoy, la amo mucho menos. Aunque en el fondo esté llena de nuevos novelistas.


Julio Cortázar es entrevistado por Joaquín Soler Serrano. A fondo, 1977

lunes, 16 de septiembre de 2013

La vida es eterna en cinco minutos...

Hoy sonará Te recuerdo Amanda en muchas bitácoras y periódicos digitales y páginas web de toda condición; ojalá fueran millones los espacios que trasmitieran la voz lenta, evocativa del cantautor chileno Víctor Jara, que la hicieran correr como un reguero de versos y no de pólvora el día en que se cumplen cuarenta años de su asesinato, un reguero de notas de guitarra y no, nunca de pólvora; ojalá se multiplicasen por millones sus pasos en la calle mojada y viésemos la sonrisa ancha e imagináramos la lluvia en el pelo; ojalá fuera tan desmesurado el alcance de su canción, hoy, que llegara a estallar en los oídos de los militares golpistas que lo torturaron durante cuatro días y le mataron y arrojaron a la calle su cuerpo entre otros cuerpos. 
Amanda y Manuel disponían de cinco minutos para estar juntos durante un breve descanso en la fábrica donde él trabajaba, sólo cinco minutos, y la vida era eterna en esos cinco minutos, y entonces sonaba la sirena y ella regresaba, ya no corriendo, sino caminando, iluminándolo todo, florecida. Pero Manuel partió a la sierra y en cinco minutos quedó destrozado, muchos no volvieron, tampoco Manuel, tampoco Víctor Jara de aquel Estadio Chile, en realidad un pabellón deportivo cubierto, detenido el 12 de septiembre, un día después del golpe de Pinochet, llevado allí con tantos otros, y a él le reconocieron, ¡A ese  hijo de puta me lo traen para acá! … que nunca hizo daño… Vos sos el Víctor Jara huevón, el cantor marxista, ¡cantor de pura mierda!, dicen que le escupió a bocajarro el militarote aquél, el sietemachos, el salvapatrias, y allí nomás empezó a patearle, a morderle los costados con las botas de pisar libertades, a machacarle en el suelo, el valiente, sí, a golpear al trovador con el cañón de la pistola, cada vez más furioso porque aquel huevón no pedía clemencia ni nada, a darle con la culata, a tratar de someterlo al miedo, una larga noche de cuatro días, los focos encendidos todo el tiempo, los prisioneros en las gradas y muriendo a tiros en los pasillos, en los vestuarios, en aquellas improvisadas mazmorras del santo oficio pinochetista, muriendo a golpes, qué eterna debió hacérsele la hora de la muerte sabida, le pisaron las manos para matarle también las notas y los versos, le apalearon con brutalidad, una brutalidad irracional, sí, pero no inhumana, pues nada hay más humano que la crueldad, el fanatismo, el odio, y en algún momento entre el 15 y el 16 de septiembre le apoyaron el cañón de una pistola en la cabeza y demoraron el tiro a la ruleta rusa, qué eterna la seguridad de que le mataban, el recuerdo de su mujer, Joan, y de su hija, Amanda, la vida es eterna en cinco minutos, hasta matarle al fin y ordenar a la soldadesca abrir fuego, cuarenta y cuatro disparos en un cuerpo que ya estaba muerto, la calle mojada, corriendo a la fábrica, donde trabajaba Manuel.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Cuando la Historia parece ficción en directo

Todos sabemos dónde estábamos aquel día. Nosotros habíamos terminado de comer hacía un rato. Tomábamos un café y veíamos en la tele una entrevista a no sé quién. En un intermedio, cambiamos de canal y allí apareció un plano sostenido de la ciudad de Nueva York, con una de las Torres Gemelas humeando aparatosamente. Debían de ser poco más de las tres, el informativo había empezado hacía pocos minutos. Al parecer, una avioneta había chocado contra los últimos pisos. No estaba claro. De pronto, ante nuestros ojos, y para estupefacción del locutor, una gran bola de fuego surgió de la otra Torre. Ahora eran las dos Torres las que desprendían un negro, negrísimo humo. Unos minutos después, desde otro plano, pudimos ver al avión comercial llegando por la derecha, penetrando en el segundo edificio, explotando. El mundo se paralizó. La Historia se paralizó. Durante los minutos que siguieron, se nos informó de que Estados Unidos había cerrado todo su espacio aéreo, de que otro avión de pasajeros se había estrellado contra el Pentágono, de que otro se dirigía a la Casa Blanca, de que un quinto se había precipitado sobre algún lugar de Pensilvania… Estaba sucediendo. El choque entre la incredulidad y la evidencia nos tenía a todos sobrecogidos. Era el comienzo de la Tercera Guerra Mundial. Así de sencillo. La mayor potencia del planeta estaba sufriendo varios ataques simultáneos, en su corazón financiero, en el núcleo de su poder militar y en la cúspide de su organización política. No hablo de lo que se fue sabiendo en los días siguientes, sino de las sensaciones de aquellos momentos, de aquella tarde (mañana en Nueva York) en que miles de vidas se perdieron de golpe como anticipo de los millones de vidas que quizá iban a perderse.

Aquel día empezó realmente el tercer milenio, no nueve meses antes, no el 1 de enero de ese 2001, y de la misma manera el segundo milenio no había llegado a su fin el 31 de diciembre de 2000 (ni tampoco de 1999, según el cálculo erróneo de algún espabilado). No, estas cosas no son así. Lo que yo he pensado siempre es que el segundo milenio acabó el 11 de agosto de 1999, el día en que un eclipse total de sol favoreció la venta de objetos conmemorativos, las agencias organizaron viajes a lugares desde donde contemplar mejor el acontecimiento -Normandía, Hungría, Rumanía, Turquía-, las televisiones lo retransmitieron en directo, Internet lo descompuso segundo a segundo, las editoriales reeditaron las profecías de Nostradamus y la noche llegó en pleno día sin más misterio aparente que el que hace prosperar algunos negocios y no otros... Y el tercer milenio comenzó aquel 11 de septiembre de 2001, cuando por televisión, en directo, el mundo entero asistió a un acontecimiento simplemente inconcebible. Como si se hubiera retransmitido, también en directo, el incendio de la Roma de Nerón o la toma de la Bastilla. Primero un impacto para que el gran telón del mundo globalizado se abra a una pantalla que es millones de pantallas a la vez. Una Torre humeando durante el tiempo suficiente como para que se vayan incorporando a la retransmisión de las imágenes diez, cien, miles de millones de personas. Y entonces ahí está el otro avión. A partir de ese día, cualquier cosa es posible, repentinamente.

¿Estábamos, o estamos ahora, capacitados para diferenciar claramente entre realidad y ficción? No lo creo. No a estas alturas «de la película». La realidad ya no supera a la ficción, sino que es indistinguible de ella. Aquel martes 11 de septiembre asistimos a la destrucción parcial del corazón de Occidente; la impresión colectiva, al menos durante las primeras horas, es que comenzaba la tan temida última guerra; las imágenes servidas por todas las cadenas de televisión provocaban menos terror que incredulidad y asombro: cualquier cosa era posible en cuestión de minutos y nosotros íbamos  a ser testigos. Aquel «horror» que el general Kurtz murmuraba entre sombras en Apocalipse Now se cernía al fin sobre todos. Miles de vidas humanas habían sido borradas de la faz de la tierra de un solo golpe. Sin embargo, el programa de mayor audiencia en España ese mismo día fue la retransmisión de un partido de la Champions que debió ser suspendido. Lo he contado muchas veces: en circunstancias históricas tan inciertas y terribles, el miércoles 12 bajé a la calle a las ocho y media de la mañana en busca de periódicos: de los dos kioscos próximos a mi casa uno estaba cerrado y en el otro aún se colocaban los fascículos en sus lugares: la prensa diaria no había llegado; volví a bajar a las nueve, ansioso; todo seguía en absoluta calma: no había corros alrededor de los puestos de venta de periódicos; mientras pagaba los míos se acercó un joven para comprar el Marca. Ese tipo sí que sabía de qué va la vida.


lunes, 2 de septiembre de 2013

Agustín Arenas, desde El Sur

Omero Antonutti en El Sur, de Víctor Erice


En esa galería de perdedores cinematográficos que va creciendo en las paredes del Loser, hay un lugar algo retirado en donde rumia su angustiosa soledad interior Agustín Arenas, aquel médico y zahorí que hubo de abandonar el Sur al acabar la guerra y se instaló en una ciudad amurallada del Norte, próxima a un río y envuelta perpetuamente en una melancolía de otoños amarillentos y blancos inviernos. Agustín vivió sus últimos años en una casa apartada de esta ciudad, con su mujer y su hija Estrella, a quienes en los periodos más sombríos y callados de su tristeza apenas prestaba atención. Este inexplicable desapego fue particularmente amargo para la niña, que estuvo fascinada por los poderes mágicos de los que su padre hacía uso a través de su péndulo de zahorí («mi padre era capaz de hacer cosas que a los demás les parecía un milagro»), y luego intrigada por el misterio de su pasado, en donde sin duda estaban las razones de aquel hermetismo suyo. Que Agustín le demostrara un día que ella poseía ese mismo poder, enseñándole a usar el péndulo, hizo de este objeto un lazo de unión entre ambos que se prolongó más allá del suicidio del padre.

Ladran los perros a la muerte en el inicio de esta obra maestra del cine, El Sur, de Víctor Erice, y una tenue luz va iluminando el dormitorio lentamente al tiempo que amanece tras la ventana. Digámoslo ya: memorable el trabajo de José Luis Alcaine en la fotografía. La luz es débil porque es de este lado por donde empieza la historia, del lado Norte, envuelto en sombras y silencio, como un cuadro de Caravaggio o de Vermeer. El padre está y no está, porque una parte de su vida sigue atrapada en el pasado, que geográficamente se sitúa al otro lado, en el Sur. Estrella, que tan vinculada a él se sentía a los ocho años, que rondaba la puerta cerrada de su estudio, que aguardaba expectante su llegada cada día y salía a buscarle a la carretera por la que se acercaba en su moto, quisiera saber más de él y de los suyos, de esa soledad y ese silencio y esa otra mujer cuyo nombre escribe una y otra vez en los papeles que guarda en el cajón: Irene Ríos. Pero él es un enigma indescifrable para ella.


La película continuaba en el Sur, que no era tan solo un lugar más allá de la imaginación o el deseo, sino real, un espacio en el que parecía desarrollarse otra historia simétrica, donde las sombras del Norte eran sustituidas por la intensa luz de Andalucía, donde un niño crecía creyendo que su padre murió al poco de su nacimiento y desconociéndolo todo de su hermana, de la misma forma que su hermana, en el Norte, ignoraba su existencia. Pero esa otra parte, esa continuidad natural de la película de Erice, nunca existió: queda tan solo apuntada en el relato de Adelaida García Morales en que se basa la película, y en el guión del propio Víctor Erice, para quien esta sublime obra del arte cinematográfico, tal y como los espectadores la sentimos, está y estará para siempre incompleta: primero una decisión del productor, Elías Querejeta, que apeló a problemas financieros, y después la gran acogida entre la crítica y el público, impidieron que la película se terminara: nunca vimos a Estrella en el Sur, nunca la vimos descubriendo que su padre tuvo un hijo con otra mujer, nunca vimos cómo este joven se enamora de ella sin saber quién es, nunca la vimos a ella entregándole el péndulo de su padre justo antes de separarse, ni enseñándole a usarlo como su padre le había enseñado a ella: Víctor Erice, al igual que Agustín (un extraordinario Omero Antonutti), hubiera podido también suscribir aquella frase de Salvatore Quasimodo con que se abre la novela Los mares del Sur, de Manuel Vázquez Montalbán«più nessuno mi porterà nel sud»: ya nadie me llevará al sur. Aun cercenada de una parte sustancial, la película es asombrosamente bella y conmovedora; pero muchas escenas que tenían su lógica correspondencia en otras escenas no rodadas han de ser interpretadas por separado e incrementan la sensación de misterio que envuelve a la película. 


He leído que la película de Erice y el relato de García Morales fueron creciendo casi al mismo tiempo, como si uno y otra, que entonces eran pareja, se hubieran planteado desarrollar una determinada historia cada cual a su modo. Hay diferencias entre el texto y la película, como no podía ser de otro modo, diferencias que enriquecen mutuamente las dos obras, la literaria y la cinematográfica («Te recuerdo en aquel tiempo más solo que nunca, abandonado, como si sobraras en la casa. Tu ropa envejecía contigo, os arrugabais juntos», escribe Adelaida García Morales). En la película, esa nostalgia del Sur no es sólo lamento por la pérdida de un antiguo amor, sino fundamentalmente por la pérdida del paraíso remoto de la infancia y la juventud, que es espacio y tiempo inaccesible ya para Agustín Arenas. En este sentido, en el fracaso que se deriva de la imposibilidad de aceptar el presente y de ser el padre que su hija desearía y merece, es en el que El Sur resulta tan especial para quien esto escribe.

En el texto de García Morales, publicado por la editorial Anagrama en 1985, Adriana (Estrella) sí viaja al Sur y descubre el secreto de su padre y conoce a su hermano, a quien no desvela su identidad ni la de Rafael (Agustín). En la película, estrenada en 1983 (cumple este 2013, pues, treinta años), esta parte sólo existe en el guión y en el emocionado relato que Víctor Erice ha hecho alguna vez del que hubiera debido ser el final de su obra: en la estación de Carmona, el hermano, que acaba de recibir el péndulo de zahorí que su padre le dejó a Estrella bajo la almohada la noche en que se pegó un tiro, le hace entrega a ella de un libro escrito por Robert Louis Stevenson, Islas del Sur (In the South Seas, en el original), el primer libro de viajes que leyó Erice, y en el tren que la lleva de regreso al Norte Estrella comienza a leerlo: los espectadores hubiéramos escuchado, en la voz de Fernando Fernán Gómez, un fragmento de ese libro, del que aquí selecciono un fragmento menor: 

«… la mayoría dejan que sus cabellos se vuelvan blancos en los mismos lugares donde desembarcaron; hasta el día de su muerte, a la sombra de las palmeras, bajo los vientos alisios, algunos acarician el sueño de un regreso al país natal que jamás cumplirán…»


Lo dejé allí, sentado junto a la ventana, escuchando aquel viejo pasodoble,
solo, abandonado a su suerte...