Sé de grandes cinéfilos que no
son capaces de entrar en el juego de los musicales. Les gusta la llamada música
popular americana y aman las películas clásicas, pero por separado. Y tiene
cierta lógica. Es posible que se trate del género cinematográficos que exige
del espectador una mayor complicidad: hay que aceptar que los personajes
interrumpan de pronto sus diálogos hablados y empiecen a cantar y a bailar; hay
que dejarse llevar, disfrutar del espectáculo, creérselo. Yo lo hago, desde
luego. No me gustan por igual todos los musicales, pero reconozco que me
entusiasman los rodados entre finales de la década de los cuarenta y comienzos
de los sesenta, y ese entusiasmo alcanza las más altas cotas de felicidad
si Gene Kelly participa en ellos.
Hablo de la comedia musical,
claro preferentemente en color; hablo de diálogos ingeniosos, divertidos, de
bonitas historias de amor, del puro optimismo, qué diablos. Y Gene Kelly es la sonrisa,
el desenfado, la picardía, el sentido de la amistad, la seducción cayendo en
las redes del romanticismo y volviéndose alada; es el asombro, el trapecio sin
trapecio y el funambulismo sin alambre, el sueño americano suspendido del
aire, la armonía corporal, la aparente sencillez del movimiento imposible:
un gozo terapéutico para el ánimo.
Lo de echarse a cantar de
pronto es para mí una idealización de la alegría repentina; es lo que a veces
nos pediría el cuerpo hacer: improvisar una canción y danzar de manera
brillante y desatada para estupefacción de quienes nos observaran, solos o en
compañía de una pareja perfectamente ritmada a nuestros movimientos, o incluso
formando parte de una coreografía en la que nos acompañara un grupo de bailarines.
Y aunque no tengo un musical favorito, hay uno que ha jugado un papel importante
en mi vida. Se trata de Siempre hace buen
tiempo (It's Always Fair Weather, 1955),
la tercera de las tres gloriosas películas que dirigieron al alimón Stanley
Donen y Kelly. Las otras dos son Un día
en Nueva York (On the town, 1949)
y Cantando bajo la lluvia (Singin' in the rain, 1952), cuya mención
invita a ponerse de pie y que Donen rodó sin haber cumplido los 30 años.
Cualquiera de las tres supone una inyección de felicidad, un monumento al
sentido de la camaradería que se contagia al espectador, una jubilosa
exaltación de las ganas de vivir. Siendo las tres excelentes, son las dos
primeras las que gozan de mejor consideración. Yo prefiero la tercera, por la
película en sí y porque está en el germen de mi primera novela El veneno de la fatiga.
Siempre hace buen tiempo –que
al parecer hubiera debido ser una continuación de Un día en Nueva York
para Broadway, con los mismos protagonistas- cuenta la historia de tres
soldados que regresan de la segunda guerra mundial con gran contento y
estrechísima amistad, y antes de tomar cada uno su propio camino, aún de
uniforme, se apuestan con el dueño de un bar de Nueva York que diez años
después se reunirán los tres allí mismo. Es una apuesta y una promesa. Y la
cumplen. Pero la vida de cada uno de ellos ha sido muy distinta y el
reencuentro resulta, al menos inicialmente, un desastre. Aquello despertó en mí
la curiosidad de saber qué sería, pasados los años, del grupo de amigos del que
yo formaba parte, en qué nos convertiríamos, cuánto llegaríamos a cambiar. Esa
curiosidad la resolví mediante la ficción, y aquel punto de partida fue
creciendo en personajes y subtramas argumentales hasta quedar reducida a eso, a
una semilla que nadie más que yo podría reconocer. La novela, eso sí, acabó
siendo mucho más oscura que el luminoso musical de Donen y Kelly: la mía es una
imaginación que tiende a lo turbio, vaya a saber por qué.
No había
vuelto a ver esta película desde bastante antes de que terminara de escribir
aquella novela, que se publicó en 1999. Ha sido, pues, un reencuentro tan
especial como el que se plantearon aquellos tres camaradas, y ahora mismo
escribo con la sonrisa aún en la cara (me durará horas, lo sé), tarareando para
mis adentros una de las canciones (ese March, March de André Previn que
tiene aires de jubilosa marcha militar y va desgranándose como sucesión de los
meses del año, March, April, May and June); escribo con las piernas de Cyd
Charisse clavadas en la memoria, y todavía admirado del baile de los tres
soldados con los zapatos enganchados en tapas de cubos de basura y con ese otro
que Gene Kelly se inventa con los patines en los pies (hermano de aquel otro baile
que ejecutaba en Cantando bajo la lluvia) rodando aún ante mis ojos,
como por encima de la mesa de trabajo, como entrando por la puerta del Loser...