lunes, 27 de octubre de 2014

Solaris, de Stanisław Lem

Afirma el escritor polaco Stanisław Lem en una de las reseñas literarias incluidas en su libro Vacío perfecto que “un libro es capaz de trastocar el orden de las cosas dentro de la cabeza humana, a condición, claro, de que haya alguna cosa en ella antes de empezar la lectura”. Personalmente, dudo que una cabeza vacía pueda avanzar gran cosa en la lectura de un libro, pero no trataré de enmendar al genio de Lvov; antes al contrario, si empiezo con esa cita es para confirmar que Solaris, su obra maestra, ha perturbado en mi interior al menos todo aquello que yo daba por supuesto sobre la ciencia ficción y sobre el propio Lem.

Llegué a esta novela después de la lectura de otras dos y de indagar en más obras suyas. Para empezar, la citada Vacío perfecto (1971), Magnitud imaginaria (1973) y Provocación (1982), que, junto con Golem XIV, forman la llamada «Biblioteca del Siglo XXI», reúnen reseñas críticas, prólogos, prefacios o exégesis discursivas de libros completamente ficticios, lo que emparenta a Stanisław Lem más que con el género de la ciencia ficción con autores como Jorge Luis Borges, como el Italo Calvino de Las ciudades invisibles (o incluso de la maravillosa Si una noche de invierno un viajero), como el Raymond Roussel de Locus Solus (1914), una de las novelas más extravagantes jamás concebida, el recorrido minucioso a través de una colección de inventos y máquinas más allá de toda rareza, a medias entre lo surrealista y lo espeluznante, que sirvió de motivo para una exposición del Museo Reina Sofía en 2011.

Hay otros escritores de esta estirpe, pero yo he pensado en éstos tres leyendo Solaris. Se trata de autores que, desde una imaginación portentosa, juegan a crear mundos completos y complejos, mundos como el planeta Solaris, del que tanto llegamos a saber a través de ese compendio de conocimientos solarísticos que es la novela. Porque Solaris (1961) es un libro de ciencia ficción, en efecto, cuya acción trascurre en una estación espacial suspendida sobre el fascinante planeta oceánico; un libro en el que hay grandes dosis de intriga, porque ni los ocupantes de la estación ni el lector saben qué diablos está ocurriendo allí dentro, y en el que hay también una historia de amor imposible, una mujer que aparece junto a Kris Kelvin y no es un sueño, sino un recuerdo doloroso extraído por Solaris de su mente y convertido en un ser real, idéntico a ella, que se suicidó hace años. Como otros libros de Stanisław Lem, ahonda en el ansia de los hombres por contactar con seres de otras civilizaciones y en la imposibilidad de hacerlo, al menos en los únicos términos que al hombre le serían inteligibles, asimilables. En el empeño en “ensanchar las fronteras de la Tierra”, no en conquistar el Cosmos. Y en ese camino hacia la expansión se cruza Solaris, un  planeta inteligente que supone un desafío para el hombre, pues se trata al fin del encuentro con la vida más allá de la Tierra, de la vida que actúa y crea y acaso piensa, y resulta estar completamente fuera del alcance de su comprensión.

Descubierto cien años antes de que naciera el protagonista humano (el gran protagonista, es sin duda, el planeta), la solarística es ya una ciencia que ha producido miles de libros cuando Kelvin llega a Solaris; una ciencia que incluso se ha ramificado en distintas disciplinas y ha sido motivo de controversias a lo largo de generaciones. Ese es el gran juego que nos propone Lem con Solaris: aparte de la historia que nos cuenta, e integrada perfectamente en ella, la novela es sobre todo una síntesis de la vastísima literatura científica existente sobre el planeta, toda ella, naturalmente, imaginaria, aunque no por eso menos cierta. Un planeta que parece controlar su órbita gravitacional alrededor de dos soles (una estrella roja y otra azul que dan lugar a bellísimas descripciones de sus diferentes amaneceres y atardeceres), cubierto casi en su totalidad por un océano plasmático, fuente de todas las investigaciones, teorías, doctrinas, hipótesis, especulaciones, escuelas enfrentadas entre sí, cálculos imaginables, atlas, dogmas; objeto de interés por parte de físicos, biólogos, astrónomos, psicólogos y neurofisiólogos a lo largo de décadas; razón de ser de los protocolos de iniciativas experimentales destinadas a establecer contacto; tal vez sucedáneo ya de todas las religiones.

El planeta Solaris en la película de Steven Soderbergh (2002)

Para unos, una formación prebiológica; para otros, una estructura organizada. Se trataría de un planeta que no alberga vida, sino que es vida todo él, mundo y a la vez habitante único, colosal; un metabolismo oceánico, una máquina plasmática capaz de emprender acciones a escala astronómica, un océano homeostático que controla su entorno, gelatina almibarada con capacidad para estabilizar la órbita de un cuerpo celeste, un enigma que multiplica sus incógnitas a medida que va siendo desentrañado, un océano genial o un océano autista, que está en su esplendor intelectual o en proceso de degeneración, una omnisciencia que guarda un vanidoso silencio o un mar cerebro que habla una especie de lenguaje matemático y está entregado a un monologo interminable.

Y más allá de cualquier especulación científica posible están los fenómenos monstruosos que constituyen la más asombrosa expresión metamórfica de Solaris: los «luengones», formaciones gelatinosas que superan al Gran Cañón y en cuyo interior se extiende una endurecida criatura con forma de pitón; los «mimoides», surgidos de las profundidades del océano, que imitan las formas que los rodean; las «simetriadas», espantosamente inhumanas, repentinas como una erupción, descomunales, cambiantes, arquitecturas únicas y como constituidas por una sustancia viva que evolucionara en varias etapas; «estreptos» y «raudos», en los cuales algunos investigadores creyeron ver, a la desesperada, unos órganos sexuales.

¿Cerrar la estación, asumir la imposibilidad de un contacto intelectual con Solaris y dejarlo atrás, seguir explorando sin más la infinitud del universo? ¿Pero acaso toda exploración cósmica no está justificada en la búsqueda de vida inteligente? ¿Tiene sentido desdeñarla cuando se encuentra al fin, y desdeñarla además como la zorra de la fábula desdeñó las uvas? Bueno, no sería la primera vez: como dice uno de los (falsos) científicos citados en la novela, los hombres ya han intentado comunicarse con Solaris sin ser capaces de hacerlo aún entre ellos. 

Simetriada. Dominique Signoret

Solaris. Impedimenta 2011
(Primera traducción directa del polaco)

jueves, 16 de octubre de 2014

Entre libros

Hace quince años vivía de alquiler en un sobreático al que había trasladado parte de mi biblioteca personal. Una tarde, de regreso tras una larga jornada de trabajo, me encontré con un grupo de vecinos reunidos en el portal que callaron al entrar yo y me miraron al unísono como no le gusta a nadie ser mirado. Uno de ellos se decidió a darme la mala noticia: tras varias horas de intensa lluvia, una parte del terrado se había hundido y el agua había inundado mi apartamento. Sentí un repentino y mareante vaciamiento. El minuto que el ascensor se tomó en llevarme hasta arriba se me hizo angustiosamente eterno. En un estado de completo aturdimiento, no podía dejar de imaginarme mis libros destruidos por la catástrofe, tirados de cualquier modo en medio de un gran charco, chorreantes, ahogados. De ahí mi infinito alivio al abrir mi puerta y comprobar que todo estaba en orden. Más tarde supe que el apartamento siniestrado había sido el de enfrente. 

Un libro leído y vivido es un objeto irreemplazable, tal vez más que ningún otro, salvo aquellos cuyo valor reside en haber pertenecido a un ser querido. Dicen que la tristeza por la pérdida de su biblioteca, destruida en un incendio, pudo colaborar en la muerte de Octavio Paz, ocurrida dos años después. No me parece exagerado (teniendo en cuenta, además, que Paz era ya octogenario y su biblioteca reunía ejemplares de un altísimo valor sentimental). Durante aquel eterno minuto de ascenso hacia el naufragio que aparentemente estaba aguardándome en el piso undécimo, tomé conciencia de lo absurdo que sería tratar de volver a adquirir de nuevo los mismos títulos. ¿Acaso iba a leerlos todos otra vez? Y si no iba a leerlos, ¿para qué comprarlos?


Cada uno de los libros que he leído me contiene suspendido en el exacto momento en que estaba leyéndolo, de la misma forma que el aire de hace medio millón de años permanece en esas diminutas burbujas atrapadas en las profundidades del hielo antártico; las páginas de mis libros retienen cada instante que les dediqué, el milagro de acceder a través de ellas al interior de la historia narrada, de la biografía, del poema.

El escritor y periodista Jesús Marchamalo tuvo ocasión de indagar en la biblioteca personal de Julio Cortázar, cedida por su viuda, Aurora Bernárdez, a la Fundación Juan March en 1993. Nos la describió en un librito muy bello titulado Cortázar y los libros (Fórcola, 2011): más de cuatro mil ejemplares, de los que unos quinientos están dedicados por sus autores; en casi todos ellos, las huellas de haberlos vivido: hay comentarios, a lápiz o bolígrafo, en los márgenes o entre líneas; dialoga con el autor, hace observaciones, corrige erratas de imprenta. Muchos  están firmados por el propio Cortázar en distintos periodos de su vida, a veces con la indicación de la ciudad en que compró el libro. Todo ello le sirve a Marchamalo para recordar una vez más aquella afirmación de Marguerite Yourcenar según la cual una de las mejores maneras de conocer a alguien es ver su biblioteca.

El valor de la mía cae más bien del lado de lo sentimental y es intransferible, creo, a ninguna otra persona. Apenas tengo rarezas en ella: no soy un bibliómano. Amo los libros por lo que me dan. Me precio de conservar los ejemplares de La isla del tesoro y de Miguel Strogoff en cuyos interiores me perdí hechizado a los diez años, pues ellos –no únicamente las novelas como tales, sino esos exactos ejemplares- poseen la importancia de lo iniciático: ambos son un niño leyéndolos con pasión y siendo atrapado para siempre por el vicio de la lectura. Son muchos años realmente adquiriendo libros, así que casi toda mi vida está representada en ellos. No hay muchos firmados por sus autores, sólo si son amigos o si mi trato personal con ellos dio lugar a una ocasión lo suficientemente especial como para pedirles una dedicatoria sin parecer un cazador de autógrafos. Me ha dado siempre mucho pudor pedirle a un escritor que me dedique uno de sus libros. Algunos hay también firmados por las personas que me los regalaron. La mayoría tienen anotaciones (a lápiz siempre) que siguen un código propio de señales y remisiones. Casi todos ellos han sido vividos intensamente: tengo un trato muy personal con los libros, los quiero cerca en los periodos en que estoy leyéndolos, de ahí que lleve casi siempre uno conmigo aun en circunstancias en las que es improbable que pueda encontrar un rato para avanzar unas páginas: no importa, lo quiero cerca. Si un libro que he tomado en préstamo de la biblioteca pública empieza a gustarme demasiado, lo devuelvo y corro a comprarlo, porque no soporto la idea de que la experiencia de haberlo leído deje de pertenecerme.


Dicho de otro modo: por lo que a mí respecta, el placer de la lectura es prácticamente indisociable del libro en que la llevo a cabo. Manhattan Transfer, de Dos Passos, con todo lo que significó para mí a mis diecisiete años, por ejemplo, o el inaugural Hermosos y malditos, de Fitzgerald, son esos libros que ahora reposan en mis estantes, esos y no otros (tengo además otra edición del segundo, y no significa lo mismo). Se entiende, pues, que cuando hablo de libro me refiero al “conjunto de muchas hojas de papel u otro material semejante que, encuadernadas, forman un volumen”, según definición de la Academia. Desconozco cuál pueda ser el vínculo que un lector establece con un libro electrónico, si hay alguno.

El escritor norteamericano Nicholas Carr ha señalado que de todos los medios de comunicación el libro es el que más ha resistido la tentación de lo digital, entre otras cosas porque esa secuencia de páginas impresas y encuadernadas supone una tecnología robusta; sin embargo, anuncia que los libros en papel acabarán por convertirse en una reliquia del pasado, y con ellos una determinada manera de leer y una determinada manera de escribir. Los editores que impulsan el libro electrónico no quieren limitarse simplemente a cambiar un medio por otro, nos dice Carr: quieren aprovechar el medio para hacer, llegado el momento, la experiencia mucho más “dinámica”: introducir vínculos, extras, vídeos, chats entre lectores… Será el fin de la lectura lineal, completa, atenta. Autores y editores se adaptarán a las nuevas expectativas de los lectores: será también el fin de las frases demasiado elaboradas. Y puesto que lo escrito tendrá una vida efímera, para qué buscar la perfección.

John Updike, por su parte, vaticinó en 2006 “el final de la autoría” como consecuencia de la digitalización de los libros, un hecho que a la larga conducirá a la fragmentación de las obras literarias por parte de los lectores que picoteen en ellas, su reordenación, su combinación con los fragmentos seleccionados de otras obras: “El libro impreso, encuadernado y pagado”,  escribe Updike melancólico, “era -y de momento sigue siendo- más riguroso y exigente con su creador y el consumidor. Es un lugar de encuentro, en silencio, entre dos mentes, en el que una sigue los pasos de la otra, pero es invitada a imaginar, a discutir, a coincidir en un nivel de reflexión que va más allá del encuentro personal…”. Renunciar a esta experiencia me parece una tragedia y una de tantas razones por las cuales me siento al margen de mi propio tiempo, este presente en el que se sientan las bases de un futuro sin libros: ya ves, Ray, no hacía falta quemarlos a 451 grados Farenheit.

"... contiguo en la geografía natal, en la pasión por
la escritura y, ante todo, en la amistad... Antonio Gamoneda"

domingo, 5 de octubre de 2014

Tu rostro mañana, de Javier Marías

Cuando en mayo de 2007 Javier Marías dio por finalizada la tercera parte de Tu rostro mañana (novela publicada en tres volúmenes durante los años 2002, 2004 y ese 2007), debió de experimentar una mareante sensación de vacío y algo así como un repentino desvalimiento ante la certeza de que el mundo en el que había habitado durante los ocho años que tardó en escribirla se cerraba a sus espaldas, o frente a él, es igual, pero en cualquier caso de manera definitiva. Las personas reales en que están inspirados los dos personajes de mayor edad, nonagenarios ambos, el hispanista y amigo del autor Peter Russell y el pensador Julián Marías, su padre, habían fallecido, además, cuando llevaba escritas poco más de cien páginas de las setecientas que acabaría teniendo el largo desenlace de Tu rostro mañana, y terminada la novela, en la que habían permanecido vivos un par de años más, sus muertes se hacían desoladoramente definitivas. En noviembre de aquel año, cuando los lectores pudieron al fin completar la lectura de tan monumental novela con esta tercera y definitiva entrega, subtitulada Veneno, sombra y adiós, Marías aún conservaba cierta sensación de pérdida, al punto de reiterar una y otra vez durante la promoción del libro sus dudas acerca de la posibilidad de volver a escribir una novela, aun a pesar de no tener más, entonces, que cincuenta y seis años. Lo cierto es que no debe de ser fácil imaginar cómo habrá de ser "tu trabajo mañana" una vez que se le ha dado forma final al que será considerado siempre tu texto de ficción más logrado, la obra cumbre de tu carrera, una novela que excede con mucho los límites de la "literatura española" para elevarse por encima de las letras contemporáneas en cualquier idioma.

"No he querido saber pero he sabido...", se decía al comienzo de la novela que supuso el reconocimiento internacional de Marías, Corazón tan blanco (1992), y veinte años después afirma en la primera línea de Tu rostro mañana, como un eco alterado de aquella frase, que "Nadie debería contar nunca...", afirmación que el lector puede completar por sí mismo una vez finalizada la novela, más de 1.300 páginas después, muchas, podría alguien pensar, para haber sido narradas por quien hace ese invitación inicial a la reserva. La edición de Tu rostro mañana que yo he disfrutado es el grueso volumen en el que Alfaguara reunió las tres partes en un solo libro (2009), magníficamente editado y ya sin subtítulo alguno. Leí seguidas las dos primeras partes. Supe, en la primera, acerca de ese don que posee el protagonista (Jacobo, Jaime, Jack o Jacques Deza), de la capacidad para traducir o interpretar personas -sus conductas, sus reacciones, sus inclinaciones-, para leer en ellas, por anticipado, las historias por suceder, para atreverse a mirar hoy sus rostros de mañana; y supe también que a través de un viejo profesor de Oxford Jacobo entró en contacto con un extraño grupo ligado a los servicios secretos británicos surgidos en la Segunda Guerra Mundial y dedicados en el presente a sacar partido de ese don.

La parte de la novela equivalente a la segunda entrega, sin embargo, no me satisfizo tanto. Asegura Javier Marías que del Tristram Shandy, de Lawrence Stern, el clásico inglés del siglo XVIII que él mismo tradujo al español en 1978, aprendió que en tiempo narrativo un minuto podía durar ochenta páginas, y a fe mía que en esta segunda parte hace uso de estos conocimientos: el estilo personalísimo de Marías, ese deliberado sistema de ecos y resonancias al que él mismo se ha referido alguna vez, ese girar y girar sobre una idea, ese apartarse en una digresión y volver de nuevo y de nuevo irse y regresar hasta penetrar así muy profundamente en aquello que se quiere decir; esa prosa “claustrofóbica, repetitiva, agobiante, obsesiva, casi demente en ocasiones”, como explicó Félix de Azua, adecuada a lo que la novela trata, es decir, obsesiones, demencias, agobios; su virtuosismo novelador, en definitiva, parece aquí dejar en suspenso la acción a lo largo de más de 300 páginas, en una escena brutal y excesiva, el escarmiento que el jefe de ese grupo secreto le da a un auténtico majadero, al que se le somete a un aterrador simulacro de ejecución en los lavabos de una discoteca. Después de esto, decidí posponer la lectura de la tercera y última parte (o de las tres últimas partes, para ser más exactos, “Veneno”, “Sombra” y “Adiós”) hasta mejor ocasión, y burla burlando pasaron dos años antes de que volviera a abrir el grueso libro.

Javier Marías. Foto: Quim Llenas

Ese final, que ocupa más o menos la mitad de la novela, es sencillamente magistral. Todo se resuelve de manera brillante, todo adquiere sentido. Los conflictos que sostienen la novela, que son múltiples, van desanudándose ante nosotros, que no podemos dejar de sentirnos implicados activamente en la historia, tal es el poder expresivo de Marías: conocemos qué es el miedo, el que se infunde y el que se tiene, y la visión de unos vídeos con escenas reales de violencia extrema nos inocula a través de los ojos un veneno que entra en nuestro conocimiento –el protagonista dice enfermar por los ojos-; experimentamos con Jacobo Deza (el apellido, por cierto, nos recuerda inevitablemente el Carlos Deza de Los gozos y las sombras, de Torrente Ballester) una sigilosa y como no ocurrida escena sexual –una de las mejores y más divertidas que he leído nunca-; le acompañamos en su viaje a Madrid, visitamos con él la que fue su casa y ahora lo es sólo de su mujer y sus hijos, y sentimos que no somos bienvenidos, que él no es bienvenido, y descubrimos que el novio de la que fue su mujer le ha pegado alguna vez, ahí está el moratón en el ojo que ella no es capaz de ocultar con el maquillaje; a un seguimiento del agresor por las calles de Madrid le sucede una escena inspirada en aquella otra ocurrida en los lavabos de una discoteca londinense. Y cuando Jacobo regresa a Inglaterra y va a entrevistarse con aquel viejo profesor de Oxford, Peter Wheeler, lo que éste le revela acerca de la guerra mantiene al lector amarrado al libro: el silencio exigible a todos en circunstancias tan terribles, las indiscreciones que cuestan vidas, pues nunca se sabe quién escucha o qué alcance puede tener una revelación en apariencia trivial, la propaganda bélica, la blanca y la negra, y sus consecuencias.

Leí las últimas páginas en San José (Níjar), sentado a solas en un apartado mirador frente al mar y al Morrón de los Genoveses, en pleno Parque Natural Cabo de Gata; la novela está asociada para mí a esa codiciosa lectura final: decido acabarlo allí, bajo el vuelo de las gaviotas, y de allí salir ya otro, ya habiendo sabido, gozosamente envenenado por los ojos, enfermo de conocimiento y de literatura. Fue el 12 de octubre del año pasado. Y aunque Javier Marías ha vuelto, a pesar de sus temores, a escribir y publicar novelas (Los enamoramientos en el 2011, con la que tuvo la oportunidad incluso de rechazar el Nacional de Narrativa, y Así empieza lo malo, aparecida hace apenas unos días), soy yo el que no puede leerlas por ahora: la hipnótica prosa de Marías es, en mi inconsciente, la prosa de Tu rostro mañana. Una limitación, mía, por supuesto. Sin duda dentro de un tiempo, no sé, tal vez mañana…

Foto: JFH

miércoles, 1 de octubre de 2014

El discurso del perdedor en "Las verdes praderas"

No me gustaría descubrir un día que estoy al final de la vida de otra persona”, dice el personaje que Robert Redford interpreta en Memorias de África (1985). Es la clase de pensamiento que, convertido en propósito cumplido, hace al verdadero triunfador, al menos la clase de triunfador al que a mí me gustaría parecerme. De ahí que ese Denys Finch-Hatton –que existió realmente- esté muy lejos de figurar entre los losers cinematográficos a los que se homenajea en este blog-bar de tarde en tarde. Otro aventurero del cine por el que siento una enorme admiración, igualmente fiel a sí mismo, y tan romántico (a su manera), independiente e incorruptible como el Denys de Redford, es el vaquero Yancey Cravat, que en Cimarrón (1960) tenía el rostro y la voz de Glenn Ford. Por el contrario, José Rebolledo, de Las verdes praderas (1979), nos representa un poco a la inmensa mayoría, los que  pasados los cuarenta sí que empezamos a darnos cuenta de que la vida, ay, no era como imaginábamos, y entre unas cosas y otras estamos como atrapados sin remedio en la casilla del laberinto y así son las cosas. Las verdes praderas fue la película por la que empecé a seguir incondicionalmente el cine de José Luis Garci. Yo era muy jovencito cuando la anunciaron en la tele; me preparé para ver una comedia más de Alfredo Landa, que siempre resultaba muy divertido, y me encontré con una historia que hacía pensar, y de qué manera, en esas obligaciones que te van atando irremediablemente los pies. ¿Pensé entonces que aquello de lo que se lamentaba Rebolledo era exactamente lo que yo no quería para mí en el futuro? Qué sé yo. Hoy de aquella película me quedo con este diálogo entre el gran Landa y María Casanova, la dulce y amante esposa que guardaba un bidón de gasolina.