sábado, 13 de diciembre de 2014

Antonio Muñoz Molina: cerrando círculos

Antonio Muñoz Molina cuenta en su última novela que tras el éxito «abrumador» de la segunda, El invierno en Lisboa, allá por 1987, se vio envuelto en una maraña de compromisos literarios. Vivía como flotando y viajaba aturdido de una ciudad a otra, entraba en salones de actos donde la gente ya le esperaba para oírle hablar y en los que, al término de su conferencia, siempre se le acercaban grupos de personas, muchas de ellas con uno de sus  libros en las manos para que se lo firmara, y le hacían fotos, y le entrevistaban para periódicos y emisoras locales, y «aficionados muy jóvenes a la literatura» le hablaban «con deferencia y timidez». Un día de marzo de 1988 yo fui uno de esos jóvenes, y él accedió a que le entrevistáramos para una emisora local. Su charla estaba programada dentro de un ciclo de encuentros con escritores y críticos titulado “El nuevo arte de hacer novelas”, coordinado por el profesor Fernando García Lara (tengo el díptico junto al portátil en estos momentos). Habíamos leído hacía poco El invierno en Lisboa y nos había gustado mucho. Bueno, algo más que eso. Fascinación sería una buena palabra. Teníamos, además de nuestra tertulia literaria, un programa semanal de radio, Estación Suipacha, y llevábamos en nuestras carpetas una serie de preguntas escritas. Hablo en plural porque yo nunca me habría atrevido a acercarme a él solo. Estaba con mi amigo y contertulio Francisco Ortiz, más resolutivo, menos proclive a sentirse intimidado en circunstancias como ésta. De hecho, apenas cuatro meses después de aquel encuentro tan sugestivo, cuando ya le habíamos enviado por correo una grabación en casete del programa especial que hicimos a partir de nuestra conversación en una cafetería del centro, Muñoz Molina regresó a Almería para conmemorar el décimo aniversario del Georgia Jazz Club, y yo acudí solo, y desde un rincón apartado le escuché hablar, escuché el concierto de Lou Bennett, Abdu Salim y otros músicos, y salí luego furtivamente, abriéndome paso como a contracorriente entre las muchas personas que se habían reunido allí, temiendo que él me reconociera en el trance de estar casi escapándome a hurtadillas. Algo había de timidez, en efecto, pero también de una cierta soberbia preventiva que sigue siendo muy mía y muy estúpida: al igual que podía reconocerme mientras escapaba podía también no hacerlo si me acercaba a él, o reconocerme pero resolver el reencuentro con un escueto saludo y entonces qué. De manera que me iba -que me sigo yendo de los sitios- con una secreta y absurda altivez no herida en su amor propio. Pero dos meses después nos hizo llegar a Paco y a mí una carta muy afectuosa en la que nos pedía disculpas por tardar tanto en respondernos y en la que nos decía lo mucho que le había gustado el programa.

AMM en 1989. Foto: Luis Rubio
Cambio16
Aquella entrevista en una cafetería de Almería acabó por influir enormemente en mi vida. Nosotros, Paco y yo, teníamos 20 y 21 años, él 31. De tanto escuchar luego la grabación para seleccionar las frases que nos parecieran más significativas y cortarlas y montarlas con un fondo de música de jazz, muchas de las cosas que nos dijo se convirtieron en coletillas que Paco y yo nos hemos repetido una y otra vez desde entonces, como nos repetimos tantos diálogos de cine, contraseñas a las que sólo nosotros encontramos sentido y que sirven para estrecharnos en nuestra vieja amistad -que por tantas fases ha pasado, además-. Las hemos dicho siempre imitando ese cerrado acento del sur que tenía entones Muñoz Molina, y que es más o menos el que tiene ahora pero ya con una voz más adelgazada, y más serena también.

Nos dijo que la imagen generadora de El invierno en Lisboa, el núcleo de toda la novela, era un tío de espaldas, andando por la calle, que se sabe que tiene un revólver; que esa imagen era como un imán («qué hace ese tío, quién es ese tío»); nos dijo que aquella segunda novela era mucho más autobiográfica que la primera, Beatus Ille («aunque no lo parezca», añadió); que durante un año reunió una enorme cantidad de material previo, aproximaciones a los personajes, tentativas, diálogos, cientos de folios, y que una vez que logró encontrar el «toque» o el hilo del que tirar, después de madurar todo aquel material en el inconsciente, de equivocarse mucho y rondarlo y cansarse, el trabajo adquirió un ritmo muy rápido: «El inverno en Lisboa lo escribí en cinco meses, interrumpiendo únicamente tres días para irme a Lisboa y volver», una experiencia maravillosa, nos dijo, puramente literaria, «porque no estaba ajustando cuentas con nadie, no tenía que demostrar que podía publicar un libro, sólo hacer una buena novela». Nos contó que antes trabajaba en el ayuntamiento de Granada y escribía por las tardes y por las noches; que escribía directamente a máquina, una máquina electrónica muy buena, que no hacía ningún ruido, que le permitía tener delante una frase, detectar un adjetivo equivocado y hacerlo desaparecer apretando un botón; nos dijo que la vida de un escritor, la literatura, consistía en leer y escribir, y que todo lo demás «son tonterías, son… disonancias».

No recuerdo si fumó, probablemente sí porque durante la conferencia había asegurado que unas declaraciones del ministro de Sanidad le habían reafirmado en su hábito: fumar no es moderno, había dicho el ministro. Sí le recuerdo comiendo almendras de un platillo que había en el centro de la mesa, una mesa redonda de escaso diámetro en la que apenas cabían las cervezas y nuestras carpetas abiertas -en la mía, escondido en un compartimento, yo tenía mi ejemplar de El invierno en Lisboa, pero no me atreví a pedirle que me lo dedicara-. Y recuerdo sobre todo la espontaneidad con que se desarrolló aquella conversación, la naturalidad con que nos habló, su cercanía, su absoluta falta de afectación, su culta y divertida campechanía.

La primera consecuencia de aquel encuentro fue que al día siguiente me decidí con determinación a aventurarme en la escritura de una novela, empresa que hasta ese momento me había parecido heroica. Contador oral de historias desde muy niño, yo había empezado a los doce o trece años a escribir lo que inventaba, pero sin acabar casi nada. Sólo gracias a mi participación en la Tertulia de la Calle Suipacha, es decir, al hecho de poder compartir con otros mi pasión por la ficción literaria, comencé realmente a terminar mis cuentos. Tenía una imagen muy idealizada de lo que debía de ser un escritor: alguien dotado de una personalidad muy poderosa pero muy turbia también, y que no era, no podía ser, como la gente normal. Aquella tarde de 1988 Muñoz Molina me demostró sin pretenderlo que se podía ser como cualquier otra persona y escribir grandes novelas y publicarlas y tener éxito con ellas, el suficiente al menos para dedicarse únicamente a leer y escribir («todo lo demás son… disonancias»).

En octubre de aquel mismo año, sin embargo, un reportaje en el diario ABC del que él era protagonista hizo que interrumpiera mi novela, titulada entonces Espejos enfrentados. En aquel reportaje, ilustrado con muchas fotografías, se daba cuenta de una cena organizada en su honor, en el transcurso de la cual se le había hecho entrega de un premio y muchos literatos le habían cubierto de elogios. No es fácil explicar lo que sentí, luego del primer golpe de alegría, pues de alguna manera, imagino, adapté mis emociones a un argumento más melodramático y algo fantástico, y ya nunca más he sido capaz de saber exactamente qué pasó por mi cabeza. Digamos para abreviar que tuve la intuición de que aquel novelista de Úbeda que me llevaba diez años y al que tanto admiraba iba a llegar antes que yo a las metas que al parecer me había propuesto alcanzar, y que sólo por el hecho de llegar con esa anticipación a cada una de ellas iría anulando, vaya a saber cómo, la posibilidad no de que yo llegara también, sino de que, llegando, encontrara allí otra cosa más que el vacío. No se trataba del éxito, de los elogios, de todo eso. No. Era algo que tenía que ver con un sueño compartido por dos jóvenes a quienes les separaban diez años pero que sin embargo estaban conectados por ciertos rasgos de carácter muy similares, o así lo intuía yo;  eso sí, un sueño -o afán, o aspiración- que sólo podía ver cumplido uno.

Retomé la escritura de relatos breves. Intercambiamos algunas cartas, siempre amistosas (leídas hoy, después de tantos años, me asombra la consideración hacia nosotros y el afecto personal que expresaba en ellas). Nos respondió por escrito a unas preguntas para un periódico local con motivo de la publicación de Beltenebros. Nos citamos dos o tres veces en Granada. La verdad es que estoy escribiendo contagiado por ese tono de confidencia o de confesión que impregna una parte de su último libro, Como la sombra que se va. Hablo de mi admiración por Antonio Muñoz Molina y esto enlaza con el hecho de que a su vez el propio Muñoz Molina reitere en su libro su admiración por el escritor uruguayo Juan Carlos Onetti, y de que narre la visita que le hizo a su casa madrileña, casi cuatro años después de aquellos tres días que pasó en Lisboa, visita que a su vez contiene la confesión de Onetti acerca de su amor por William Faulkner... En 1991 Muñoz Molina decidió a favor de publicarme un libro con mis relatos en una colección de narrativa que él dirigía para La General de Granada, en la que estaban publicando también Benjamín Prado, Antonio Soler o Salvador Compán. El libro salió el mismo mes que ganó el Planeta con El jinete polaco. Poco después –o quizá fue poco antes-, volvimos a citarnos en Granada, en la cafetería del Hotel Victoria, en Puerta Real. Esta vez fui yo solo. Comimos en un restaurante cercano y luego dimos un paseo por la zona. Conservo el recuerdo nítido de tres detalles: verle comprar un periódico en inglés en un quiosco de la calle Acera del Darro; que me llevó a las oficinas de la Obra Social de La General para presentarme a la gente que trabajaba allí; y, finalmente, que cuando me subí a un autobús urbano para irme a la estación de trenes él permaneció educadamente en la parada y me hizo un gesto de despedida en el momento en que el autobús echaba a rodar de nuevo, conmigo dentro.

AMM en 1999. Revista Perfiles
Con el impulso del libro de relatos regresé a mi novela, comenzando por cambiarle el título: sería ya El veneno de la fatiga, que es parte de una frase de El último magnate, de F. Scott Fitzgerald, según traducción de Jaime Silva. Tardé mucho en terminarla porque mi situación personal se había complicado mucho: buena parte de los años noventa viví a caballo entre dos ciudades separadas entre sí por novecientos kilómetros, y sólo podía dedicarle tiempo a la escritura periodos alternos de unos tres meses. Pero la terminé, y en 1999, después de ser rechazada por varias editoriales, Alianza aceptó publicármela. Cuando me preguntaron quién me gustaría que me la presentara en Madrid, no lo dudé: Antonio Muñoz Molina. Habíamos perdido el contacto hacía tiempo, y si propuse su nombre no fue por su relevancia literaria, sino para tener la oportunidad de volver a estrecharle la mano.

Llegó al restaurante donde se iba a presentar la novela a la prensa justo cuando me estaban haciendo unas fotos en la puerta, y me avergonzó que tuviera que verme precisamente así, posando según las indicaciones que me hacían, como si con ello pudiera llevarse la impresión de que yo disfrutaba con esa parte de publicar un libro en una editorial importante. En su intervención ante la gente reunida allí dijo que había encontrado en mi obra una ambición por contar todos los matices de la realidad, y también la fuerza y densidad de la literatura llegada de provincias, y afirmó que «leyendo a Juan tiene uno la sensación de estar leyéndose a uno mismo», al menos eso es lo que aseguran los periódicos del día siguiente, yo, la verdad, no recuerdo con tanta exactitud lo que dijo. Y es curioso que pensara de aquel modo, porque lo cierto es que leyéndole a él a lo largo de estos años he tenido muy a menudo la sensación de estar leyéndome a mí mismo, no tanto en el cómo (su prosa es de una maestría incomparable) sino en el qué: es la sensación de reconocerme; sin ir más lejos, cuando en Como la sombra que se va describe sus impresiones al contemplar en Memphis, Tennessee, los escenarios vinculados directamente con el asesinato de Martin Luther King, que ahora forman parte de un recorrido museístico, no puedo evitar pensar en mis propias impresiones al visitar lugares como la Huerta de San Vicente, en Granada, o los refugios de la Guerra Civil, en Almería: una extraña inmediatez temporal, la turbación de ser un intruso de una época futura.

Pienso ahora en todo esto porque una de las razones para que exista esta última novela suya está precisamente en esos tres días que interrumpió la redacción de El invierno en Lisboa para ir a la capital portuguesa y volver, y en la repentina conexión mental que estableció hace un par de años entre aquella primera visita a Lisboa y la breve estancia en esa ciudad del asesino de Luther King, 19 años antes, durante su escurridiza huida de dos meses. Leer más detalladamente sobre aquel viaje de ida y vuelta que hasta ahora no había sido para mí más que una mención fugaz, pero imborrable; leer sobre aquella máquina de escribir electrónica que no hacía ningún ruido y que le permitía detectar y suprimir con un botón adjetivos equivocados, y saber ya que era una Canon igual a la que tenía en la oficina, y que apenas se sentó frente a sus teclas la novela que tanto desaliento le estaba provocando empezó a adquirir vida propia a través de una voz narrativa que evocaba a la de Nick Carraway en El gran Gatsby, me ha removido por dentro el recuerdo de todo esto y el pesar por no haber sabido mantener su amistad, temeroso de resultarle un tipo cargante, o de que pensara que quería aprovecharme de su creciente notoriedad, y esperando la publicación de esa segunda novela que me permitiera dirigirme nuevamente a él, esperando, esperando (and wait, and wait, and wait…)  

Todo aquello está ya muy lejos. Sí que ha pasado mucha agua bajo el puente –para seguir en Casablanca-. Y de algún modo, ahora cerramos ambos un círculo, casi al mismo tiempo, él el suyo, yo el mío. Con Como la sombra que se va regresa a Lisboa y a la novela que según confiesa le cambió la vida, en tanto que yo estoy a punto de cumplir con una decisión tomada hace meses, pero demorada hasta finales de año para ampararme en esa autoridad psicológica que ejercen las fechas redondas sobre las vacilaciones de último momento, y también, ingenuamente, para dejar un margen a la posibilidad de tener un golpe de suerte, que es cosa que tiene en la vida una influencia mucho más notable que el talento, como viene a decir una voz en off al comienzo de Match Point de Woody Allen. En cualquier caso, Antonio Muñoz Molina sigue siendo el escritor vivo a quien más admiro. Y, qué diablos, casi un hermano mayor que no sabe que lo es, bendecido, eso sí, por un talento y una disciplina tan superiores que no ha necesitado la suerte que yo no he tenido.

AMM en 2014. Foto: Chus Marchador. El Periódico de Aragón

domingo, 23 de noviembre de 2014

Acerca de la novela

Me atrevo a aventurar una posible distinción entre relato breve y novela, una de las varias distinciones que podrían hacerse, naturalmente, según la cual los cuentos tendrían su razón de ser en la necesidad que desde siempre ha tenido el hombre de conocer historias, de oírlas o de leerlas, cuando se supo hacerlo y entre quienes sabían hacerlo, en tanto que la novela vendría a atender la apetencia de vivir dentro de esas historias durante un tiempo prolongado, de habitarlas, de seguir las peripecias de los personajes desde muy cerca y casi como si uno estuviera implicado en ellas.

Recuerdo un gran titular con el que el diario ABC introducía hace veinticinco años una entrevista a doble página con Antonio Muñoz Molina, en la que el escritor jiennense afirmaba que “La novela ha de ser útil hasta la obscenidad”. Recuerdo muy bien el titular pero no recordaba el contenido. He vuelto a ella estos días para saber qué había detrás de esa afirmación tan rotunda: una novela es buena en la medida en que es útil, decía Muñoz Molina, útil hasta extremos obscenos, útil para que un lector una noche se cure del insomnio o se consuele. Estoy seguro de que pensaba también en una utilidad mayor, pero supongo que ese sería motivo de un largo debate. 

Hablar hoy de la novela como género es hablar también, cómo no, de crisis. No de una crisis relacionada con las ventas, que seguramente sería coyuntural si sólo se tratara de eso, sino de una crisis de identidad, una crisis que afecta a su futuro, al punto de cuestionarlo. En realidad, apostaría a que deberíamos referirnos no tanto a la crisis de la novela, o la crisis económica, o la crisis de valores, sino a una crisis de mayor envergadura, de la que todas las demás serían piezas. Una crisis propia de un cambio de era o edad, propia de una encrucijada histórica. Frente a quienes piensan que vivimos un periodo de decadencia, Félix de Azúa propuso hace unos años que en realidad vivimos en un mundo que actualmente se está inventando; propuso que vivimos una fundación, y que somos primitivos de nuestra propia era. Estemos al final de algo o al comienzo de algo, el resultado es el mismo, a todos los niveles: desorientación, incertidumbre.

En lo que afecta estrictamente a la novela como género literario, nos la encontramos en un punto en el que ya ha estado: en 1924, Ortega y Gasset planteaba la necesidad de que el género adoptara radicales transformaciones para subsistir, pues a su entender la forma había agotado ya sus posibilidades. Y en efecto, la novela del siglo XX se aventuró por caminos muy distintos a los que había recorrido la gran novela del XIX. Hoy se dice que el futuro es la novela híbrida, es decir, la que surja de dinamitar las fronteras entre géneros, la que adopte formas mestizas en las que participen lo narrativo, lo poético y lo ensayístico. Quién sabe. Y tal y como están las cosas: a quién le importa.

Según William Faulkner, lo que hace la literatura es lo mismo que hace una cerilla, una pobre cerilla, cuando se la enciende de noche en mitad de un campo: No sirve para iluminar nada, sólo sirve para ver un poco mejor cuánta oscuridad hay alrededor. Que no es poco, si se piensa bien. Acaso ésta sea la utilidad de la que hablaba Muñoz Molina. Ernesto Sábato, a su vez, aseguraba que escribimos porque buscamos la perfección, el absoluto que no tenemos. Dios, añadía Sábato, no necesita escribir novelas, pero nosotros sí, porque somos infinitamente imperfectos.

Así las cosas, ¿de dónde proviene nuestra necesidad de escribir? Y ya que estamos: ¿Es necesidad?

Lo fue, en mi caso. Pero hoy por hoy esa necesidad sólo afecta ya a la lectura. Desde el verano leo compulsivamente, como si fueran a prohibirlo, según les he explicado a algunos amigos. Y ahora llega a mis manos la última novela de Antonio Muñoz Molina, Como la sombra que se va. No hay otro escritor del que espere más ansiosamente una nueva novela, y ésta es la primera suya que ve la luz desde que existe este espacio, este blog-bar. Y a fe mía que llega justo a tiempo. Al igual que con cada una de sus novelas, yo me dispongo a internarme en ésta como quien se prepara para un largo viaje (o para habitarla, o para ver un poco mejor cuánta oscuridad me rodea)

El miedo me ha despertado en el interior de la conciencia de otro; el miedo y la intoxicación de las lecturas y la búsqueda….”, dice la primera frase, y a partir de ahí ya todo es posible...



Foto: JFH

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Jacinto, matador de novillos


No podemos saber cómo le quedaba a Jacinto el traje de luces cuando era un joven novillero que aspiraba a la gloria, pero en su quebrantada madurez la seda ceñida y el oro de los adornos apenas consiguen devolverle al cuerpo la sugestión de una antigua gallardía torera que sin duda él ha creído conservar bajo la ropa andrajosa de todos los días. Jacinto, matador de novillos. Retirado. Se ajusta la montera, está listo para ir a la plaza. A su lado un sobrino de siete años, Pepote, y un empleado de la tienda, que velará por la integridad de la ropa prestada. Es de noche ya. Parecía imposible llegar a enfundarse aquel traje, hacer frente a un contrato taurino que no era suyo, actuar en una charlotada en la que le han anunciado por error y que en un principio, por la mañana, sintió como un insulto. Pero son mil quinientas pesetas. Mil quinientas. Y, en fin, volver a torear. Con payasos al lado, vale; con un torillo pequeño, de acuerdo. Pero en Las Ventas. Ha sido un día angustioso, tratando de conseguir las malditas trescientas pesetas con las que alquilar aquel terno. Los relojes azuzaron el tiempo durante todo el metraje de la película: el estropeado reloj en el que Pepote va actualizando la posición de su única manecilla en función de los horarios de los aviones, los muchos y variados relojes de una relojería a los que por unas monedas el niño pone ágilmente en hora mientras  suenan las campanadas en alguna torre o edificio público, los falsos Omega con los que Jacinto trata, sin talento para el timo y sin suerte, engañar a algún incauto en el Rastro. Un día agotador, sí: recogió colillas, descargó un carro de muebles por una miseria, creyendo que se limitaba a llevar y traer unas guías de teléfono participó sin saberlo en una estafa de arte, cedió a la tentación de la trapacería con el asunto de los relojes falsos, fue detenido, declaró en comisaría, salió a la calle y a punto estuvo de emborracharse y mandarlo todo a rodar, aceptó en un rapto de desesperación y de orgullo hacer él solo el trabajo de toda una cuadrilla de descargadores y se deslomó hasta el desvanecimiento y es un puro milagro que haya podido meterse en el traje de luces, bajar al metro, llegar a la plaza, hacer el paseíllo.


Mi tío Jacinto, dirigida magistralmente por Ladislao Vajda en 1956, tiene un comienzo por el que hubieran dado un brazo Wilder, Hawks, Lubitsch o cualquier otro de aquellos grandes de Hollywood que sabían que un buen arranque casi justifica por sí solo el hacer una película: un funcionario de Correos busca al destinatario de una carta -Sr. Jacinto. Matador de novillos- en la dirección que figura en el sobre, una casa en un barrio del centro, y luego en la dirección que en la primera le indican, un barrio más apartado, y después en una tercera, ya en un arrabal de la ciudad, y ni siquiera allí logra dar con él; finalmente, la carta aparece prendida en un árbol frente a la miserable chabola en la que Jacinto vive ahora, junto con un niño de corta edad: no se puede explicar mejor la progresiva degradación social de un perdedor. Los personajes se mueven en un Madrid de tranvías atestados, organilleros, limpiabotas, tramposos, tabernonas donde se resuelven variados trapicheos, calles adoquinadas de antiguo y descampados. Es en ese niño, Pablito Calvo, un conmovedor Lazarillo de posguerra, diligente aprendiz de buscavidas, en el que recae el peso sentimental de la historia (obtuvo el premio del público en el Festival de Berlín de aquel año), pero sólo el actor Antonio Vico podía haber compuesto un Jacinto tan desolador: se reúnen en su figura menuda una altivez harapienta, la amargura irreversible de la derrota, el rostro patibulario de un Manolote estragado por el vino y unos cansinos andares chaplinescos. Los perdedores del cine clásico español, como los del cine clásico europeo, se inclinan mucho más hacia un patético desvalimiento que hacia ese heroísmo desubicado y de trago largo del loser americano. El particular neorrealismo español es una tragicomedia picaresca donde la última sonrisa se nos queda como torcida en los labios; es una película de Frank Capra que sabemos que no puede acabar bien, y no acaba bien, aunque pueda parecerlo.

De la película Mi tío Jacinto guardaba un grato pero muy lejano recuerdo. Hace unos meses vi en una calle de mi ciudad a un hombre que recogía colillas de la acera y las deshebraba con los dedos en el interior de una bolsa que llevaba en la otra mano. Aunque hacía veinticinco o treinta años que no veía la película de Vajda, me acordé inmediatamente de aquella escena en que Pepote y Jacinto recogen colillas en los alrededores de Las Ventas para luego desliarlas y malvender al peso el tabaco ya usado, el niño agachándose afanosamente, el adulto pinchándolas con la punta de un paraguas. Encontré la película y después de verla pensé en esta España ajacintada de hoy en día, en esas familias descolgadas de la clase media y caídas en la pobreza, hombres y mujeres que hace diez años llevaban una vida normal y hoy acuden con sus hijos a los comedores sociales y tienen que procurarse por sus propios medios lujos como el tabaco. Han quedado al otro lado de la gran grieta social que se ensancha cada día, y los planes gubernamentales para salir de la crisis no contemplan la posibilidad de ralentizar el paso para tender puentes hacia ellos. Sus conciudadanos más afortunados, los que no se han visto particularmente afectados por la crisis, también prefieren, en el fondo, que de esto salgamos cuanto antes, aunque suponga dejarles atrás: qué le vamos a hacer, siempre ha habido ricos y pobres. Somos como aquella hojarasca de la que escribió García Márquez, a la que «la habían enseñado a ser impaciente; a no creer en el pasado ni en el futuro. Le habían enseñado a creer en el momento actual y a saciar en él la voracidad de sus apetitos». Y ahí habrán de quedar nuestros Jacintos del siglo XXI, allá atrás, cada vez más lejos. Por eso una fotografía de Antonio Vico cuelga en las paredes del Loser, junto con la de Monty Clift/George Eastman, la de Newman/Eddie Felson; la Bogart/Dixon Steele, la de Wayne/Tom Doniphon… Porque es uno de ellos y uno de los nuestros, porque me siento muy cerca de él, porque se trata de un perdedor de ayer que se mueve por nuestras calles de hoy.


sábado, 1 de noviembre de 2014

Parece que cicatriza, de Miguel Sanfeliu

«En cada uno de nosotros camina, llevando el paso con el que somos, el que quisiéramos ser», dice un personaje de Juan Marsé. Todos creemos que esta verdad nos afecta sólo a nosotros, y sin embargo es compartida al menos por esa inmensa mayoría de personas que no llegan a cumplir sus sueños de juventud pero tampoco dejan de seguir alimentándolos casi en secreto como una manera de permanecer amarrados en el puerto seguro de la realidad que conocen desde siempre. Es la gente que viene al Loser y se acoda en la barra y le cuenta o no algún episodio de su vida al barman. Entre ellos podría haber estado alguna vez Roberto Ponce, el protagonista de Parece que cicatriza, la primera novela de Miguel Sanfeliu, quien después de practicar la distancia corta en tres notables libros de relatos (Anónimos, Los pequeños placeres y Gente que nunca existió) se aventura ahora en el medio fondo narrativo con una historia intimista donde el anhelo de llegar a merecer una vida excitante ligada a la literatura es casi ahogado completamente por una insoslayable madurez rutinaria, y donde los hilos del humor se entretejen con los de la melancolía, la nostalgia, la tragedia o la contemplación siempre asombrada, generación tras generación, del cómo se pasa la vida.

Parece que cicatriza posee una sutil configuración de simetrías, en virtud de la cual ciertos personajes o circunstancias argumentales aparecen y reaparecen, más o menos modificados por el paso del tiempo, en distintas partes del libro (un concierto en una plaza de toros, un cuadro de una mujer solitaria, un desconocido dibujante sin nombre). Está estructurada en dos partes, con un breve inicio y un breve epílogo. La primera de esas partes, escrita acertadamente en primera persona, alcanza pleno sentido a medida que avanza la segunda, escrita, no menos acertadamente, en tercera: el barrio vagamente bohemio en el que un joven Roberto Ponce de diecinueve años se propone escribir y publicar, en el plazo de un año, una novela de éxito; la cofradía de náufragos del arte y de las letras a los que se vincula (un pintor loco encadenado infructuosamente a su vocación, un mal poeta inédito que acaba abriendo una taberna llamada «El Cubo de la Basura», un modesto cantautor callejero que no duda en traicionarse a sí mismo para medrar en la música); la desigual relación que mantiene con una prostituta, él tan ingenuo y enamoradizo, ella tan cara; el whisky barato y la cerveza para el desayuno y el mazo de folios casi sin usar, los tiempos muertos que le dedica a devanarse los sesos tratando de encontrar una idea sobre la que escribir, o a pasear, que son más prolongados que los que dedica a devanarse los sesos pero no tanto como los que le ocupan en maldecirse por su causa (este Roberto hace pensar en aquel escritor de páginas en blanco del que habla Don DeLillo, que escogía las palabras del mismo color del papel en que las escribía): esa parte, en fin, que se refiere a un periodo esperanzador de su pasado, establece los recuerdos a los que volverá años después, convertido ya en un hombre casado, en un oficinista más o menos atrapado en esa vida anodina que tan decididamente quería evitar, una vida llena de ese tiempo sin relieve del que escribió Luis Landero en Hoy Júpiter: tiempo «que no interesa ni al pensamiento ni a la acción, tiempo no vivido con singularidad, tiempo gris, donde la costumbre hace por adelantado el trabajo que es propio del olvido».

No es por casualidad que mencione aquí a Landero, pues las fantasías del protagonista de la novela de Sanfeliu le emparentan con muchos grandes personajes del escritor extremeño. Son fantasías que Roberto Ponce conserva algo atemperadas veinticinco años después de su breve aventura bohemia, pero que no han desaparecido. «La vida», le había dicho uno de aquellos atribulados artistas sin suerte de los que nada sabe desde entonces, «no es más que una ilusión muy larga que nunca llega a cumplirse». En el retrato de este cuarentón hipocondríaco en el que se ha convertido Ponce es donde Parece que cicatriza alcanza su mayor altura literaria: el atasco de tráfico camino de la oficina, el limpiacristales de semáforo, la dificultad para aparcar, el trato rutinariamente amistoso con los compañeros de trabajo, la mesa con papeles hasta arriba, la monotonía conyugal, su obstinada dedicación a la literatura en sus ratos libres, porque, aunque aún no haya dado con ese gran argumento, escribir es su vida, no un hobby, es una herida abierta, que parece, sí, que cicatriza, pero se trata solo una ilusión: «quien está herido de literatura nunca llega a curarse».

En esta segunda parte se acumulan los aciertos: en la descripción de cómo las aguas de la rutina laboral vuelven a aquietarse al poco tiempo de que la marcha de una de las personas que forman parte de ella las altere, en ese torpe flirteo de oficina, en la constatación de la fugacidad de la vida («Un día meto en la cama a mi hija de pocos meses, piensa Roberto, la dejo dormida y me voy a mi cuarto y, de pronto, escucho el ruido de unos tacones en su habitación y resulta que han pasado, de golpe, dieciséis años»), y sobre todo en la complicidad que establece con un cuadro rescatado del ahora sórdido local «El Cubo de la Basura», La Madeleine, de Ramón Casas: es ésta una escena que al lector le resulta particularmente emotiva, porque este cuadro actúa de algún modo como catalizador del mejor escritor en el que podría llegar a convertirse Roberto Ponce, y éste ni siquiera parece darse cuenta; es un momento casi fugaz, mágico, muy íntimo, con un brillante juego de reflejos y miradas y soledades.

Escribe Enrique Vila-Matas en Aire de Dylan que «pocas cosas parecen tan íntimamente vinculadas como fracaso y literatura». En cierto modo, el caso de Roberto Ponce (o el de quien esto escribe, sin ir más lejos) podría formar parte de ese Archivo General del Fracaso en el que trabaja el protagonista de esa novela de Vila-Matas, o del Museo de los Esfuerzos Inútiles que inventó Cristina Peri Rossi para un cuento (junto con el de aquel hombre que durante diez años intentó hacer hablar a su perro, o el de aquellos otros que emprendieron largos viajes en busca de lugares inexistentes, o el de Lewis Carroll, que se pasó la vida, dice Peri Rossi, huyendo de las corrientes de aire y acabó muriendo de un resfriado). Pero cómo dejar de escribir sin arriesgarse a perder la vida, cómo despedirnos para siempre del que somos realmente. Cómo renunciar a un sueño, cualquier sueño, sabiendo que con ello despertaremos convertidos en un desconocido. De eso trata Parece que cicatriza.

La Madeleine. Ramón Casas
"Sola en un local lleno de gente, mientras él, solo en una habitación 
llena de libros, la observa a través de una ventana en el tiempo". 
Miguel Sanfeliu. Parece que cicatriza. Editorial Talentura

lunes, 27 de octubre de 2014

Solaris, de Stanisław Lem

Afirma el escritor polaco Stanisław Lem en una de las reseñas literarias incluidas en su libro Vacío perfecto que “un libro es capaz de trastocar el orden de las cosas dentro de la cabeza humana, a condición, claro, de que haya alguna cosa en ella antes de empezar la lectura”. Personalmente, dudo que una cabeza vacía pueda avanzar gran cosa en la lectura de un libro, pero no trataré de enmendar al genio de Lvov; antes al contrario, si empiezo con esa cita es para confirmar que Solaris, su obra maestra, ha perturbado en mi interior al menos todo aquello que yo daba por supuesto sobre la ciencia ficción y sobre el propio Lem.

Llegué a esta novela después de la lectura de otras dos y de indagar en más obras suyas. Para empezar, la citada Vacío perfecto (1971), Magnitud imaginaria (1973) y Provocación (1982), que, junto con Golem XIV, forman la llamada «Biblioteca del Siglo XXI», reúnen reseñas críticas, prólogos, prefacios o exégesis discursivas de libros completamente ficticios, lo que emparenta a Stanisław Lem más que con el género de la ciencia ficción con autores como Jorge Luis Borges, como el Italo Calvino de Las ciudades invisibles (o incluso de la maravillosa Si una noche de invierno un viajero), como el Raymond Roussel de Locus Solus (1914), una de las novelas más extravagantes jamás concebida, el recorrido minucioso a través de una colección de inventos y máquinas más allá de toda rareza, a medias entre lo surrealista y lo espeluznante, que sirvió de motivo para una exposición del Museo Reina Sofía en 2011.

Hay otros escritores de esta estirpe, pero yo he pensado en éstos tres leyendo Solaris. Se trata de autores que, desde una imaginación portentosa, juegan a crear mundos completos y complejos, mundos como el planeta Solaris, del que tanto llegamos a saber a través de ese compendio de conocimientos solarísticos que es la novela. Porque Solaris (1961) es un libro de ciencia ficción, en efecto, cuya acción trascurre en una estación espacial suspendida sobre el fascinante planeta oceánico; un libro en el que hay grandes dosis de intriga, porque ni los ocupantes de la estación ni el lector saben qué diablos está ocurriendo allí dentro, y en el que hay también una historia de amor imposible, una mujer que aparece junto a Kris Kelvin y no es un sueño, sino un recuerdo doloroso extraído por Solaris de su mente y convertido en un ser real, idéntico a ella, que se suicidó hace años. Como otros libros de Stanisław Lem, ahonda en el ansia de los hombres por contactar con seres de otras civilizaciones y en la imposibilidad de hacerlo, al menos en los únicos términos que al hombre le serían inteligibles, asimilables. En el empeño en “ensanchar las fronteras de la Tierra”, no en conquistar el Cosmos. Y en ese camino hacia la expansión se cruza Solaris, un  planeta inteligente que supone un desafío para el hombre, pues se trata al fin del encuentro con la vida más allá de la Tierra, de la vida que actúa y crea y acaso piensa, y resulta estar completamente fuera del alcance de su comprensión.

Descubierto cien años antes de que naciera el protagonista humano (el gran protagonista, es sin duda, el planeta), la solarística es ya una ciencia que ha producido miles de libros cuando Kelvin llega a Solaris; una ciencia que incluso se ha ramificado en distintas disciplinas y ha sido motivo de controversias a lo largo de generaciones. Ese es el gran juego que nos propone Lem con Solaris: aparte de la historia que nos cuenta, e integrada perfectamente en ella, la novela es sobre todo una síntesis de la vastísima literatura científica existente sobre el planeta, toda ella, naturalmente, imaginaria, aunque no por eso menos cierta. Un planeta que parece controlar su órbita gravitacional alrededor de dos soles (una estrella roja y otra azul que dan lugar a bellísimas descripciones de sus diferentes amaneceres y atardeceres), cubierto casi en su totalidad por un océano plasmático, fuente de todas las investigaciones, teorías, doctrinas, hipótesis, especulaciones, escuelas enfrentadas entre sí, cálculos imaginables, atlas, dogmas; objeto de interés por parte de físicos, biólogos, astrónomos, psicólogos y neurofisiólogos a lo largo de décadas; razón de ser de los protocolos de iniciativas experimentales destinadas a establecer contacto; tal vez sucedáneo ya de todas las religiones.

El planeta Solaris en la película de Steven Soderbergh (2002)

Para unos, una formación prebiológica; para otros, una estructura organizada. Se trataría de un planeta que no alberga vida, sino que es vida todo él, mundo y a la vez habitante único, colosal; un metabolismo oceánico, una máquina plasmática capaz de emprender acciones a escala astronómica, un océano homeostático que controla su entorno, gelatina almibarada con capacidad para estabilizar la órbita de un cuerpo celeste, un enigma que multiplica sus incógnitas a medida que va siendo desentrañado, un océano genial o un océano autista, que está en su esplendor intelectual o en proceso de degeneración, una omnisciencia que guarda un vanidoso silencio o un mar cerebro que habla una especie de lenguaje matemático y está entregado a un monologo interminable.

Y más allá de cualquier especulación científica posible están los fenómenos monstruosos que constituyen la más asombrosa expresión metamórfica de Solaris: los «luengones», formaciones gelatinosas que superan al Gran Cañón y en cuyo interior se extiende una endurecida criatura con forma de pitón; los «mimoides», surgidos de las profundidades del océano, que imitan las formas que los rodean; las «simetriadas», espantosamente inhumanas, repentinas como una erupción, descomunales, cambiantes, arquitecturas únicas y como constituidas por una sustancia viva que evolucionara en varias etapas; «estreptos» y «raudos», en los cuales algunos investigadores creyeron ver, a la desesperada, unos órganos sexuales.

¿Cerrar la estación, asumir la imposibilidad de un contacto intelectual con Solaris y dejarlo atrás, seguir explorando sin más la infinitud del universo? ¿Pero acaso toda exploración cósmica no está justificada en la búsqueda de vida inteligente? ¿Tiene sentido desdeñarla cuando se encuentra al fin, y desdeñarla además como la zorra de la fábula desdeñó las uvas? Bueno, no sería la primera vez: como dice uno de los (falsos) científicos citados en la novela, los hombres ya han intentado comunicarse con Solaris sin ser capaces de hacerlo aún entre ellos. 

Simetriada. Dominique Signoret

Solaris. Impedimenta 2011
(Primera traducción directa del polaco)

jueves, 16 de octubre de 2014

Entre libros

Hace quince años vivía de alquiler en un sobreático al que había trasladado parte de mi biblioteca personal. Una tarde, de regreso tras una larga jornada de trabajo, me encontré con un grupo de vecinos reunidos en el portal que callaron al entrar yo y me miraron al unísono como no le gusta a nadie ser mirado. Uno de ellos se decidió a darme la mala noticia: tras varias horas de intensa lluvia, una parte del terrado se había hundido y el agua había inundado mi apartamento. Sentí un repentino y mareante vaciamiento. El minuto que el ascensor se tomó en llevarme hasta arriba se me hizo angustiosamente eterno. En un estado de completo aturdimiento, no podía dejar de imaginarme mis libros destruidos por la catástrofe, tirados de cualquier modo en medio de un gran charco, chorreantes, ahogados. De ahí mi infinito alivio al abrir mi puerta y comprobar que todo estaba en orden. Más tarde supe que el apartamento siniestrado había sido el de enfrente. 

Un libro leído y vivido es un objeto irreemplazable, tal vez más que ningún otro, salvo aquellos cuyo valor reside en haber pertenecido a un ser querido. Dicen que la tristeza por la pérdida de su biblioteca, destruida en un incendio, pudo colaborar en la muerte de Octavio Paz, ocurrida dos años después. No me parece exagerado (teniendo en cuenta, además, que Paz era ya octogenario y su biblioteca reunía ejemplares de un altísimo valor sentimental). Durante aquel eterno minuto de ascenso hacia el naufragio que aparentemente estaba aguardándome en el piso undécimo, tomé conciencia de lo absurdo que sería tratar de volver a adquirir de nuevo los mismos títulos. ¿Acaso iba a leerlos todos otra vez? Y si no iba a leerlos, ¿para qué comprarlos?


Cada uno de los libros que he leído me contiene suspendido en el exacto momento en que estaba leyéndolo, de la misma forma que el aire de hace medio millón de años permanece en esas diminutas burbujas atrapadas en las profundidades del hielo antártico; las páginas de mis libros retienen cada instante que les dediqué, el milagro de acceder a través de ellas al interior de la historia narrada, de la biografía, del poema.

El escritor y periodista Jesús Marchamalo tuvo ocasión de indagar en la biblioteca personal de Julio Cortázar, cedida por su viuda, Aurora Bernárdez, a la Fundación Juan March en 1993. Nos la describió en un librito muy bello titulado Cortázar y los libros (Fórcola, 2011): más de cuatro mil ejemplares, de los que unos quinientos están dedicados por sus autores; en casi todos ellos, las huellas de haberlos vivido: hay comentarios, a lápiz o bolígrafo, en los márgenes o entre líneas; dialoga con el autor, hace observaciones, corrige erratas de imprenta. Muchos  están firmados por el propio Cortázar en distintos periodos de su vida, a veces con la indicación de la ciudad en que compró el libro. Todo ello le sirve a Marchamalo para recordar una vez más aquella afirmación de Marguerite Yourcenar según la cual una de las mejores maneras de conocer a alguien es ver su biblioteca.

El valor de la mía cae más bien del lado de lo sentimental y es intransferible, creo, a ninguna otra persona. Apenas tengo rarezas en ella: no soy un bibliómano. Amo los libros por lo que me dan. Me precio de conservar los ejemplares de La isla del tesoro y de Miguel Strogoff en cuyos interiores me perdí hechizado a los diez años, pues ellos –no únicamente las novelas como tales, sino esos exactos ejemplares- poseen la importancia de lo iniciático: ambos son un niño leyéndolos con pasión y siendo atrapado para siempre por el vicio de la lectura. Son muchos años realmente adquiriendo libros, así que casi toda mi vida está representada en ellos. No hay muchos firmados por sus autores, sólo si son amigos o si mi trato personal con ellos dio lugar a una ocasión lo suficientemente especial como para pedirles una dedicatoria sin parecer un cazador de autógrafos. Me ha dado siempre mucho pudor pedirle a un escritor que me dedique uno de sus libros. Algunos hay también firmados por las personas que me los regalaron. La mayoría tienen anotaciones (a lápiz siempre) que siguen un código propio de señales y remisiones. Casi todos ellos han sido vividos intensamente: tengo un trato muy personal con los libros, los quiero cerca en los periodos en que estoy leyéndolos, de ahí que lleve casi siempre uno conmigo aun en circunstancias en las que es improbable que pueda encontrar un rato para avanzar unas páginas: no importa, lo quiero cerca. Si un libro que he tomado en préstamo de la biblioteca pública empieza a gustarme demasiado, lo devuelvo y corro a comprarlo, porque no soporto la idea de que la experiencia de haberlo leído deje de pertenecerme.


Dicho de otro modo: por lo que a mí respecta, el placer de la lectura es prácticamente indisociable del libro en que la llevo a cabo. Manhattan Transfer, de Dos Passos, con todo lo que significó para mí a mis diecisiete años, por ejemplo, o el inaugural Hermosos y malditos, de Fitzgerald, son esos libros que ahora reposan en mis estantes, esos y no otros (tengo además otra edición del segundo, y no significa lo mismo). Se entiende, pues, que cuando hablo de libro me refiero al “conjunto de muchas hojas de papel u otro material semejante que, encuadernadas, forman un volumen”, según definición de la Academia. Desconozco cuál pueda ser el vínculo que un lector establece con un libro electrónico, si hay alguno.

El escritor norteamericano Nicholas Carr ha señalado que de todos los medios de comunicación el libro es el que más ha resistido la tentación de lo digital, entre otras cosas porque esa secuencia de páginas impresas y encuadernadas supone una tecnología robusta; sin embargo, anuncia que los libros en papel acabarán por convertirse en una reliquia del pasado, y con ellos una determinada manera de leer y una determinada manera de escribir. Los editores que impulsan el libro electrónico no quieren limitarse simplemente a cambiar un medio por otro, nos dice Carr: quieren aprovechar el medio para hacer, llegado el momento, la experiencia mucho más “dinámica”: introducir vínculos, extras, vídeos, chats entre lectores… Será el fin de la lectura lineal, completa, atenta. Autores y editores se adaptarán a las nuevas expectativas de los lectores: será también el fin de las frases demasiado elaboradas. Y puesto que lo escrito tendrá una vida efímera, para qué buscar la perfección.

John Updike, por su parte, vaticinó en 2006 “el final de la autoría” como consecuencia de la digitalización de los libros, un hecho que a la larga conducirá a la fragmentación de las obras literarias por parte de los lectores que picoteen en ellas, su reordenación, su combinación con los fragmentos seleccionados de otras obras: “El libro impreso, encuadernado y pagado”,  escribe Updike melancólico, “era -y de momento sigue siendo- más riguroso y exigente con su creador y el consumidor. Es un lugar de encuentro, en silencio, entre dos mentes, en el que una sigue los pasos de la otra, pero es invitada a imaginar, a discutir, a coincidir en un nivel de reflexión que va más allá del encuentro personal…”. Renunciar a esta experiencia me parece una tragedia y una de tantas razones por las cuales me siento al margen de mi propio tiempo, este presente en el que se sientan las bases de un futuro sin libros: ya ves, Ray, no hacía falta quemarlos a 451 grados Farenheit.

"... contiguo en la geografía natal, en la pasión por
la escritura y, ante todo, en la amistad... Antonio Gamoneda"

domingo, 5 de octubre de 2014

Tu rostro mañana, de Javier Marías

Cuando en mayo de 2007 Javier Marías dio por finalizada la tercera parte de Tu rostro mañana (novela publicada en tres volúmenes durante los años 2002, 2004 y ese 2007), debió de experimentar una mareante sensación de vacío y algo así como un repentino desvalimiento ante la certeza de que el mundo en el que había habitado durante los ocho años que tardó en escribirla se cerraba a sus espaldas, o frente a él, es igual, pero en cualquier caso de manera definitiva. Las personas reales en que están inspirados los dos personajes de mayor edad, nonagenarios ambos, el hispanista y amigo del autor Peter Russell y el pensador Julián Marías, su padre, habían fallecido, además, cuando llevaba escritas poco más de cien páginas de las setecientas que acabaría teniendo el largo desenlace de Tu rostro mañana, y terminada la novela, en la que habían permanecido vivos un par de años más, sus muertes se hacían desoladoramente definitivas. En noviembre de aquel año, cuando los lectores pudieron al fin completar la lectura de tan monumental novela con esta tercera y definitiva entrega, subtitulada Veneno, sombra y adiós, Marías aún conservaba cierta sensación de pérdida, al punto de reiterar una y otra vez durante la promoción del libro sus dudas acerca de la posibilidad de volver a escribir una novela, aun a pesar de no tener más, entonces, que cincuenta y seis años. Lo cierto es que no debe de ser fácil imaginar cómo habrá de ser "tu trabajo mañana" una vez que se le ha dado forma final al que será considerado siempre tu texto de ficción más logrado, la obra cumbre de tu carrera, una novela que excede con mucho los límites de la "literatura española" para elevarse por encima de las letras contemporáneas en cualquier idioma.

"No he querido saber pero he sabido...", se decía al comienzo de la novela que supuso el reconocimiento internacional de Marías, Corazón tan blanco (1992), y veinte años después afirma en la primera línea de Tu rostro mañana, como un eco alterado de aquella frase, que "Nadie debería contar nunca...", afirmación que el lector puede completar por sí mismo una vez finalizada la novela, más de 1.300 páginas después, muchas, podría alguien pensar, para haber sido narradas por quien hace ese invitación inicial a la reserva. La edición de Tu rostro mañana que yo he disfrutado es el grueso volumen en el que Alfaguara reunió las tres partes en un solo libro (2009), magníficamente editado y ya sin subtítulo alguno. Leí seguidas las dos primeras partes. Supe, en la primera, acerca de ese don que posee el protagonista (Jacobo, Jaime, Jack o Jacques Deza), de la capacidad para traducir o interpretar personas -sus conductas, sus reacciones, sus inclinaciones-, para leer en ellas, por anticipado, las historias por suceder, para atreverse a mirar hoy sus rostros de mañana; y supe también que a través de un viejo profesor de Oxford Jacobo entró en contacto con un extraño grupo ligado a los servicios secretos británicos surgidos en la Segunda Guerra Mundial y dedicados en el presente a sacar partido de ese don.

La parte de la novela equivalente a la segunda entrega, sin embargo, no me satisfizo tanto. Asegura Javier Marías que del Tristram Shandy, de Lawrence Stern, el clásico inglés del siglo XVIII que él mismo tradujo al español en 1978, aprendió que en tiempo narrativo un minuto podía durar ochenta páginas, y a fe mía que en esta segunda parte hace uso de estos conocimientos: el estilo personalísimo de Marías, ese deliberado sistema de ecos y resonancias al que él mismo se ha referido alguna vez, ese girar y girar sobre una idea, ese apartarse en una digresión y volver de nuevo y de nuevo irse y regresar hasta penetrar así muy profundamente en aquello que se quiere decir; esa prosa “claustrofóbica, repetitiva, agobiante, obsesiva, casi demente en ocasiones”, como explicó Félix de Azua, adecuada a lo que la novela trata, es decir, obsesiones, demencias, agobios; su virtuosismo novelador, en definitiva, parece aquí dejar en suspenso la acción a lo largo de más de 300 páginas, en una escena brutal y excesiva, el escarmiento que el jefe de ese grupo secreto le da a un auténtico majadero, al que se le somete a un aterrador simulacro de ejecución en los lavabos de una discoteca. Después de esto, decidí posponer la lectura de la tercera y última parte (o de las tres últimas partes, para ser más exactos, “Veneno”, “Sombra” y “Adiós”) hasta mejor ocasión, y burla burlando pasaron dos años antes de que volviera a abrir el grueso libro.

Javier Marías. Foto: Quim Llenas

Ese final, que ocupa más o menos la mitad de la novela, es sencillamente magistral. Todo se resuelve de manera brillante, todo adquiere sentido. Los conflictos que sostienen la novela, que son múltiples, van desanudándose ante nosotros, que no podemos dejar de sentirnos implicados activamente en la historia, tal es el poder expresivo de Marías: conocemos qué es el miedo, el que se infunde y el que se tiene, y la visión de unos vídeos con escenas reales de violencia extrema nos inocula a través de los ojos un veneno que entra en nuestro conocimiento –el protagonista dice enfermar por los ojos-; experimentamos con Jacobo Deza (el apellido, por cierto, nos recuerda inevitablemente el Carlos Deza de Los gozos y las sombras, de Torrente Ballester) una sigilosa y como no ocurrida escena sexual –una de las mejores y más divertidas que he leído nunca-; le acompañamos en su viaje a Madrid, visitamos con él la que fue su casa y ahora lo es sólo de su mujer y sus hijos, y sentimos que no somos bienvenidos, que él no es bienvenido, y descubrimos que el novio de la que fue su mujer le ha pegado alguna vez, ahí está el moratón en el ojo que ella no es capaz de ocultar con el maquillaje; a un seguimiento del agresor por las calles de Madrid le sucede una escena inspirada en aquella otra ocurrida en los lavabos de una discoteca londinense. Y cuando Jacobo regresa a Inglaterra y va a entrevistarse con aquel viejo profesor de Oxford, Peter Wheeler, lo que éste le revela acerca de la guerra mantiene al lector amarrado al libro: el silencio exigible a todos en circunstancias tan terribles, las indiscreciones que cuestan vidas, pues nunca se sabe quién escucha o qué alcance puede tener una revelación en apariencia trivial, la propaganda bélica, la blanca y la negra, y sus consecuencias.

Leí las últimas páginas en San José (Níjar), sentado a solas en un apartado mirador frente al mar y al Morrón de los Genoveses, en pleno Parque Natural Cabo de Gata; la novela está asociada para mí a esa codiciosa lectura final: decido acabarlo allí, bajo el vuelo de las gaviotas, y de allí salir ya otro, ya habiendo sabido, gozosamente envenenado por los ojos, enfermo de conocimiento y de literatura. Fue el 12 de octubre del año pasado. Y aunque Javier Marías ha vuelto, a pesar de sus temores, a escribir y publicar novelas (Los enamoramientos en el 2011, con la que tuvo la oportunidad incluso de rechazar el Nacional de Narrativa, y Así empieza lo malo, aparecida hace apenas unos días), soy yo el que no puede leerlas por ahora: la hipnótica prosa de Marías es, en mi inconsciente, la prosa de Tu rostro mañana. Una limitación, mía, por supuesto. Sin duda dentro de un tiempo, no sé, tal vez mañana…

Foto: JFH

miércoles, 1 de octubre de 2014

El discurso del perdedor en "Las verdes praderas"

No me gustaría descubrir un día que estoy al final de la vida de otra persona”, dice el personaje que Robert Redford interpreta en Memorias de África (1985). Es la clase de pensamiento que, convertido en propósito cumplido, hace al verdadero triunfador, al menos la clase de triunfador al que a mí me gustaría parecerme. De ahí que ese Denys Finch-Hatton –que existió realmente- esté muy lejos de figurar entre los losers cinematográficos a los que se homenajea en este blog-bar de tarde en tarde. Otro aventurero del cine por el que siento una enorme admiración, igualmente fiel a sí mismo, y tan romántico (a su manera), independiente e incorruptible como el Denys de Redford, es el vaquero Yancey Cravat, que en Cimarrón (1960) tenía el rostro y la voz de Glenn Ford. Por el contrario, José Rebolledo, de Las verdes praderas (1979), nos representa un poco a la inmensa mayoría, los que  pasados los cuarenta sí que empezamos a darnos cuenta de que la vida, ay, no era como imaginábamos, y entre unas cosas y otras estamos como atrapados sin remedio en la casilla del laberinto y así son las cosas. Las verdes praderas fue la película por la que empecé a seguir incondicionalmente el cine de José Luis Garci. Yo era muy jovencito cuando la anunciaron en la tele; me preparé para ver una comedia más de Alfredo Landa, que siempre resultaba muy divertido, y me encontré con una historia que hacía pensar, y de qué manera, en esas obligaciones que te van atando irremediablemente los pies. ¿Pensé entonces que aquello de lo que se lamentaba Rebolledo era exactamente lo que yo no quería para mí en el futuro? Qué sé yo. Hoy de aquella película me quedo con este diálogo entre el gran Landa y María Casanova, la dulce y amante esposa que guardaba un bidón de gasolina.


miércoles, 24 de septiembre de 2014

Aquella verdad incómoda y no escuchada

La película El día de mañana (The Day After Tomorrow, 2004) hizo que la atención del común de los mortales se dirigiera hacia a los científicos que llevaban años alertando sobre el cambio climático sin que a nadie le hubiese importado hasta entonces, y los científicos pudieron, al fin, explicarse: puesto que la película del habitualmente absurdo Roland Emmerich planteaba un nuevo tipo de catástrofe (la mitad de la Tierra se sume en una repentina glaciación a causa del debilitamiento de las corrientes del Oceáno Atlántico), la gente quería saber si eso que allí se contaba podía realmente pasar o era todo pura ciencia ficción. La respuesta –por ejemplo de Miguel Delibes de Castro, entre otros- fue que la superproducción hollywoodiense carecía de aspiraciones científicas, pero reproducía una situación real: los científicos advertían del peligro del calentamiento global y los responsables políticos hacían oídos sordos; los desastrosos efectos de una gran alteración climática que la película comprimía en unas pocas semanas podrían llegar a ocurrir, dijeron, en un periodo de tiempo mucho más largo pero asombrosamente corto en términos geológicos.

Cuando vi Una verdad incómoda (An Inconvenient Truth, 2006), la película documental de Al Gore, yo ya tenía una nutrida carpeta de recortes de prensa con noticias sobre calamidades  naturales ocurridas por todo el planeta -huracanes, inundaciones, sequías dantescas, tornados-, y su relación con los informes periódicos del Panel Intergubernamental sobre el Cabio Climático-IPCC; había leído, además, el hermoso libro de los Delibes, padre e hijo, La tierra herida (2005), y el de Tim Flannery, La amenaza del cambio climático (2006), en el que estaban explicadas muchas de las cosas que luego puede ver en la película de Gore. Sabía, pues, que todo aquello que nos mostraba quien pudo ser presidente de los Estados Unidos tenía, en efecto, una incontrovertible base científica. Recuerdo bien aquel primer impacto que me produjo tan inconveniente verdad, la que los políticos se negaban a aceptar porque de admitirla “no podrían evitar la obligación moral de realizar cambios importantes”. Recuerdo la duración del estremecimiento, del miedo. A Al Gore, un hombre honesto, realmente comprometido con el medio ambiente, le ganó la presidencia un ex alcohólico vinculado con la industria petrolífera, no en las urnas, sino en el Tribunal Supremo y después de unas elecciones con olor a golpe de estado, y un año después el nuevo presidente urdió una mentira alrededor de una escusa para atacar e invadir un país productor de petróleo: la historia de la humanidad está tejida con conjuras y tragedias así. Pues bien, aquella primera vez que vi Una verdad incómoda me dije que era la película más importante que se había hecho nunca, y aún lo pienso. Sigo viéndola una vez al año.

Sólo en una cosa no estaba de acuerdo con Gore: tal y como explicaba la situación, pensar que todavía era posible frenar el cambio climático parecía una quimera. Poco después, James Lovelock dijo lo mismo en La venganza de Gaia (2007). Lovelock formuló en los años sesenta la llamada hipótesis Gaia: que la Tierra es un sistema vivo autorregulado, en cierta forma un solo gran organismo formado por todos los seres vivos que lo habitan, teoría que se recibió con escándalo y hoy está ampliamente reconocida: la biosfera, en efecto, tiene un efecto regulador sobre el medio ambiente de la Tierra, que interviene para conservar la vida. Ahora, con 87 años, Lovelock afirmaba que ya era tarde para corregir los efectos del cambio climático, que el tiempo del “desarrollo sostenible” había pasado y estábamos ya en el de “la retirada sostenible”, que no se acercaba el fin del mundo ni de la humanidad, sino el de la civilización humana, que aun tomando medidas inmediatas la población se reducirá a un 10% o un 20% antes de que acabe este siglo, y proponía la necesidad de crear un gran manual de filosofía y ciencia para los supervivientes, editado no en soporte digital, obviamente, sino “en papel duradero, con una buena impresión y encuadernación”. Para cualquier otra cosa, ya es demasiado tarde. En relación con los combustibles fósiles somos, escribe Lovelock, “como el fumador que disfruta de su cigarrillo e imagina que ya dejará de fumar cuando los daños sean tangibles”.

Los mandatarios reunidos en Nueva York para una nueva cumbre sobre el clima –que ha pasado casi desapercibida- siguen creyendo que hay tiempo, y los mensajes son más o menos los mismos que hace diez años, cuando se decía que de no tomarse medidas inmediatas se llegaría a un punto de no retorno. Y dos imágenes me vienen a la cabeza: la de esas pantallas ubicadas en las plazas de Pekín para retransmitir en directo el amanecer, pues la densa contaminación que cubre la ciudad impide verlo, y la de ese séptimo continente hecho de basura que se desplaza por el océano Pacífico. Más allá de los gestos ampulosos en las grandes tribunas internacionales, la realidad es que somos demasiados dañinos y que el huésped probablemente se vaya a sacudir las pulgas.

Al Gore. Una verdad incómoda