miércoles, 14 de enero de 2015

El penacho de Cyrano


Dejo para el final el retrato del que me es más querido entre los losers, filósofo, poeta, espadachín, matemático, músico, romántico sin esperanza, valiente en la lucha y temeroso en el amor, ingenioso, extravagante, feo, quien lo hizo todo y no hizo nada y prefirió andar solo pero libre y no escribió nunca nada que de él no saliera y quedó un poco más bajo pero solo, siempre solo, Hércules Saviniano de Cyrano de Bergerac, orgulloso como un rey, mitad real mitad inventado. No quisiera que hubiera otro perdedor más que él en el espejo en el que se refleje mi propia derrota, y más que en ninguna otra de sus acciones, en su despedida, “oui, vous m’arrachez tout, le lauirier et la rose.. Arrachez!.. Il a maldre vous quelque chose que j’emporte...” Soberbio  Depardieu, shakesperiano Ferrer, grave Julio Nuñez, inmenso Galiana, con quien tuve el privilegio de emocionarme en el Teatro Español de Madrid un inolvidable ocho de septiembre de hace catorce años…

Por entonces escribía yo mi segunda novela con la tranquilidad de saber que la publicación de la primera, un año antes, me aseguraba sin un asomo de duda la publicación de esta otra. No la acabé hasta el 2003, y sin que yo me hubiera dado cuenta durante aquel tiempo muchas cosas habían cambiado. Yo, que había llegado a conocer el final de aquella época en la que aún las editoriales le devolvían al autor su original junto con la nota de rechazo, y después, más habitualmente, esa otra en que ya enviaban tan sólo la carta, supe que la denegación se producía ahora por silencio. Me aprendí ese final de Cyrano, según versión en español de la magnífica película de Jean-Paul Rappeneau, “Sí, todo me lo quitaréis, / el laurel y la rosa. / Lleváoslos. / Pero me queda una cosa / que me llevo. / Cuando entre en la casa de Dios / brillará intensamente / mientras diga mi adiós, / algo que, inmaculado, meteré / en un arrullo y me / lo llevaré para siempre / Y es… / Mi orgullo”. Lo aprendí para mí, para justificar cierta actitud privada ante aquel silencio. Me gusta esa traducción, aunque sea muy libre; está encaminada a hacer entender en plenitud la última palabra que pronuncia Cyrano, y a buscar la rima con ella; “… et ce soir, quand jéntrerai chez Dieu / mon salut balaiera largament le seuil bleu, / quelque chose que sans un pli, sans una tache, / j´emporte malgré vous, / et cést… / Mon panache”. En la traducción más clásica, la primera, llevada a cabo poco más de un año después del exitoso estreno en París de la obra de Edmond Rostand, estas palabras finales suenan así: “Pero quédeme una cosa que arrancarme no podréis! / El fango del deshonor, / jamás llegó a salpicarla; / y hoy, en el cielo, al dejarla / a las plantas del Señor, / he de mostrar sin empacho que, / ajena a toda vileza, / fue dechado de pureza / siempre; y es… / Mi penacho”.

‘Penacho’ como pluma del sombrero, y de esta pluma a la pluma que es símbolo del ejercicio de la literatura, y también como metáfora de altivez, más o menos, de brío, me dicen, de bizarría, y con su propia acepción en el diccionario de la Academia, menos apropiada al caso: vanidad, presunción o soberbia. Pero orgullo es la palabra que mejor define y resume el carácter de Cyrano. De ahí que aprecie tanto esa versión, y que fuera ese fragmento el que me repetía mientras esperaba durante años que la novela encontrara por fin quien la editara como a mi juicio merecía.


Cuando en febrero del 2007 Juan Goytisolo escribió en El País ("Literatura y mercado", 3/2/2007) que “Los pesos pesados del mundo editorial sólo quieren publicar lo que, acertadamente o no, consideran productos de venta fácil y marginan aquellas novelas que, en razón de su complejidad o por su voluntad innovadora, no responden al conformismo y pereza intelectual de una mayoría anestesiada por la telebasura o las revistas sobre la gente guapa”, yo llevaba ya tres años y medio sentado en el banco de Penélope, en ese mismo andén que cantó Serrat, esperando. (La historia que hay detrás es larga, dejémosla a un lado). Aunque me sentí aterradoramente aludido por aquel artículo de Goytisolo, no imaginaba entonces que esa segunda novela no vería la luz, que las oportunidades que iban a presentarse para ello se esfumarían de entre mis manos como si nunca lo hubieran sido en realidad, espejismos de esperanza. Hace tres años logré salir del estupor del rechazo y la mala suerte y me puse a la tarea de escribir un libro de relatos que, una vez publicado, ayudara a recuperar la novela inédita; apenas acabado el último cuento a comienzos del año pasado, y satisfecho del resultado, me sobrevino de golpe la pereza de tener que hacerme querer otra vez a las puertas de las editoriales. Me sobrepuse e hice algunos envíos a través del correo electrónico, y bien pronto me di cuenta de que todo seguía igual para mí, probablemente peor. A mediados de año quedé tan solo a la espera de lo que resultara de un número de teléfono y de una dirección de correo electrónico, desalentado y decidido ya a batirme en retirada cuando comenzara el 2015: decidido a hacer que se esfume la ficción de este Juan Herrezuelo escritor como en Quién teme a Virgina Wolf?, de Edward Albee, se esfuma el imaginario hijo de Martha y George: anunciando sin más su también imaginaria pero inapelable muerte. No es fácil. Llevo desde los doce años soñándome ese escritor, sabiéndome ese escritor, un escritor que por puro azar, al aceptar la sugerencia de una editorial, se llamaría con un nombre no del todo falso ni del todo cierto, Juan Herrezuelo, y no ya Juan Fernández Herrezuelo.  

Dice Enrique Vila-Matas que no hay mérito alguno en dejar de escribir porque se ha fracasado, es demasiado obvio, dice, es un motivo vulgar, de una simplicidad abrumadora. Me avergüenza, pues, confesar que es mi motivo. No he perdido mi imaginación, que fue siempre y sigue siendo mucha, ni tampoco encuentro que la literatura sea un juego, ni fácil ni sencillo, ni creo que yo vaya a ser más feliz sin escribir; antes al contrario, sé que en este punto el resto de mis días empiezan formulándose como una incógnita, la de si realmente sabré vivir sin escribir y sin el anhelo de ver publicado, en un libro, lo que escribo. Mi motivo es exactamente ese, mi incapacidad para encontrar una editorial que quiera permitirme seguir haciéndoles llegar mis historias a los lectores a quienes van dirigidas: el fracaso, vaya. Y hoy día aún cualquiera que oiga estas razones concluirá que mis historias son malas o están mal escritas, o ambas cosas: cómo explicarles que hoy en día es, precisamente, todo lo contrario.

Cuando a los doce años determiné que sería escritor, yo había hecho ya mis lecturas fundacionales y llevaba desde mucho tiempo atrás siendo un contador de historias. Ocurrió que por esa edad un compañero de clase se rompió el cuello en el gimnasio del colegio y murió. Enorme tragedia en la ciudad. En todos los cursos se nos convocó a escribir un breve texto como recuerdo del niño fallecido; con las mejores redacciones se haría luego una revista. Yo había cambiado ese curso no sólo de colegio, sino de ciudad e incluso de comunidad autónoma, y echaba de menos lo perdido, que sólo años más tarde reconocí como mi paraíso de infancia. No tenía nada que contar, pues conocía de muy poco a aquel compañero. Yo era el nuevo. De modo que me inventé una anécdota muy emotiva, que dejaba bien a las claras la calidad humana de aquel infortunado niño al que nunca olvidaríamos. La eligieron y salió publicada, y me gustó pensar que era mentira y que los demás creerían que era verdad y se emocionarían. Y decidí que era eso lo que quería hacer en mi vida.

Treinta y seis años más tarde me parece ya una tarea imposible, me rindo. No escribo para mí, sino para otros, y la frustración de no poder dar a conocer el resultado de mi esfuerzo es abrumadora. Inventar una historia, o ir inventando su desarrollo mientras el trabajo avanza, es una cosa; buscar la palabra exacta, el hilo del que tirar al comienzo de cada párrafo, la forma de contar de una manera distinta a como lo haría cualquier otro escritor, el atender al sonido de la prosa para evitar que pierda el ritmo o lo cambie…, eso es agotador. Excitante en la resolución, sí, pero agotador. Y absorbente.  

El sentimiento más cercano al mío en lo tocante a lo que esperaba de la literatura lo expresó Albert Camus en el prefacio a El revés del derecho: yo no buscaba el éxito, y si lo hubiera tenido alguno de mis libros me habría sorprendido, como le pasaba a Camus; la mayor alegría para mí del acto de escribir está también, como él confiesa, “en el momento de la concepción, en el mismo instante en que aparece el tema, en que la sensibilidad, clarividente de pronto, capta el esbozo de la articulación de la obra, en esos momentos deliciosos en que la imaginación y la inteligencia son por completo una misma cosa”. Imposible decirlo mejor. Y añado: y darte cuenta de inmediato que la obra adquiere de pronto, en la imaginación, la forma más precisa con la que logrará capturar la atención de los lectores: luego vendrá la tarea titánica de ir contando frase a frase, palabra a palabra, de tal modo que esa atención no escape nunca, hasta el final, y al mismo tiempo haciendo sentir al lector aquello de lo que hablaba Cheever al definir una página de buena prosa: que oye la lluvia, que escucha el rugido de la batalla.

Pero mi tiempo no es este tiempo. Mi concepto de la literatura nada tiene que ver con la urgencia, con lo inmediato, con la moda de un asunto, con el ruido y lo fácil, con esa civilización del espectáculo de la que habla Vargas Llosa. Yo creo realmente que una vez inventado un personaje merece la pena ahondar en él hasta llegar a conocer cada una de sus motivaciones, darle verdadera vida; y qué diablos, eso lleva su tiempo.


De modo que me lo han quitado todo, el laurel y la rosa. A cambio, cada vez que entro en una librería no puedo evitar acordarme de una escena de La última vez que París, la película que Richard Brooks hizo a partir de un relato de Francis Scott Fitzgerald, Babylon Revisited. A Charlie Wills, interpretado por Van Johnson, han vuelto a rechazarle una novela, otra más, en alguna de las editoriales a las que las va enviando según las acaba. El actor Walter Pidgeon, que hace de su suegro, trata de consolarle hablándole de un editor al que conoció, que tenía por norma no leer jamás los manuscritos que recibía: los olfateaba, los pesaba, los tocaba y los mordía, pero jamás los leía, y si olía, pesaba y tenía sabor a basura lo publicaba. A estas alturas, es evidente que de Juan Herrezuelo no quedará más obra que la publicada hasta ahora, muy poco para haberle dedicado prácticamente toda una vida y no haber aprendido a hacer mejor otra cosa. Pienso en los libros escritos y no publicados, y en los libros que hubiera podido escribir en los próximos años, en cómo hubiera podido ir evolucionando como escritor. Y pienso también en que a veces, dicen, lo libros se vengan de uno, y en que mi novela inédita recorre dos caminos posibles y paralelos de la vida de su protagonista: quién sabe si en uno de esos caminos la novela sí se publicó, hace ya años, y después de ella otra, conozco el título, el argumento y la estructura, y los últimos relatos; quién sabe si hay realmente una vida alternativa en la que todo está ocurriendo de manera distinta, más parecida a como yo había imaginado; en cualquier caso, para bien o para mal, el que esto va terminando de escribir se ha quedado en este otro camino, y el equipaje de los anhelos ya no me sirve, y me pesa, y me duele demasiado.

Releo este texto, al que llevo dando vueltas en la cabeza desde hace más de siete meses, para comprobar que prevalece en él el orgullo sobre el resentimiento o la amargura, y no estoy seguro de que así sea. En cualquier caso, ahora toca llevárselo al Loser. Durante cuatro años, este blog-bar me ha permitido la confidencia y el desahogo de la imaginación. Hemos jugado a encontrarnos en la barra, a conocernos, a hablar de tantas cosas. Mi gratitud sincera hacia todos cuantos alguna vez pasaron por aquí y se detuvieron a leer hasta el final, y sobre todo a los más fieles, a los amigos habituales, “íntimos desconocidos”, tal y como se titula en español un magnífico relato Francis Scott Fitzgerald…

Y pensando en las personas que más me quieren, las que están cerca de mí, no puedo sino lamentar no haber logrado cumplir mis expectativas, pues al quedar tan por debajo de ellas he perdido toda posibilidad de escudarme en la idea de que tantos sinsabores eran para llegar a ser quien sin haberlo sido aquí desaparece.