Desierto de Tabernas (Almería)
Toda película encierra en sí misma al menos dos películas: Una tiene un guionista que aparecerá en los créditos, la otra se escribe sola y es la historia del rodaje, de sus avatares, de los tediosos pormenores con que se fueron hilando los recursos técnicos, los trucos interpretativos y la simulación de los escenarios; la primera es una enorme mentira y el espectador ha de jugar a creérsela para poder seguir la trama hasta el final. La segunda es cierta y absolutamente privada, a pesar de la desordenada multitud que la protagoniza: en esta segunda película, la que no verá nadie, los enamorados son dos actores que apenas se hablan entre escena y escena, las más heroicas heridas surgen del habilidoso pincel de un maquillador, los pueblos son un entramado de fachadas apuntaladas y los paisajes rara vez se corresponden con los lugares que nombran los personajes: dentro de esa gran y hemosísima mentira que es el cine pudo ser posible, por ejemplo, que para trasladarse de una ficticia estación de ferrocarril en La Calahorra (Granada) al hoy llamado Rancho Leone, en Tabernas (Almería), fuera necesario atravesar Monument Valley (Arizona). La película se título en España Hasta que llegó su hora; trabajaban Henry Fonda, Claudia Cardinale, Charles Bronson y Jason Robards: no recuerdo sus nombres falsos ni tampoco cómo llamaban a los lugares donde se desarrollaba la acción; Tucson o Sonora o El Paso, vete a saber.
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Fonda, Cardinale, Leone, Bronson y Robards |
Así como los actores han de meterse en la piel de distintos personajes a lo largo de su carrera, las ciudades o provincias señaladas por la industria cinematográfica como referente de exteriores pueden transformar su entorno para adaptarse a las exigencias ambientales de una película. No es el desierto o una playa o una placita de toros la que cambia su aspecto, claro, sino el director de fotografía o quien quiera que diseñe la puesta en escena, pero eso no impide que el paisaje sea algo vital, expresivo, sorprendente incluso a pesar de su condición inmutable. Sólo quienes vivimos en Almería, somos capaces de identificar al instante una rambla de Tabernas o La Peineta de Mónsul, podemos reconocer nuestro entorno aunque la película sea una de vaqueros o bélica o de romanos, aunque sea modesta o suntuosa, de la misma forma que sólo la familia y los amigos de un actor conocen su verdadera personalidad y pueden disociarla con justicia de la urdimbre de imposturas que ha ido tejiendo a lo largo de tantos argumentos dispares.
La cartografía de nuestros sueños está trazada a través de un buen puñado de paisajes cinematográficos, y algunos nos son próximos física y sentimentalmente, incluso aunque no los hayamos pisado: nos reconocemos en ellos, en la ondulante sucesión de colinas sedientas, en los plomizos meandros de una torrentera, en la abigarrada tramoya de un poblado que desconcierta al viajero por su aire de anacrónica y fantasmal urbanización en medio de la nada, en un cortijo extendido sobre un breve llano de cuyo aljibe tal vez bebió alguna vez Peter O’Toole o George C. Scott o Yul Brynner, en una duna, en el mar adormecido, en una torre, en un acantilado familiar, y en la luz, la luz siempre, rotunda, dilatada, abrasiva, espejeante.
Mónsul