JFH
«-Me gustan los bares cuando acaban de abrirse. Cuando la atmósfera
interior todavía es fresca, limpia, todo está reluciente y el barman se mira
por última vez al espejo para ver si la corbata está derecha y el cabello bien
peinado. Me gustan las botellas prolijamente colocadas en los estantes del bar
y los vasos que brillan y la expectación. Me gusta observar cómo se prepara el primer
cóctel de la noche y se coloca sobre una impaciente bandeja con una servilletita
doblada al lado. Me gusta saborearlo lentamente. El primer trago de la noche,
en un bar tranquilo, es maravilloso».
Terry Lennox en El largo adiós, de Raymond Chandler.
Suenan morosamente una trompeta, un saxo, un piano,
una batería y un contrabajo, lento diálogo musical en el que los instrumentos conciertan
una nostalgia no revelada, jazz noir
para una nueva Noche de San Juan en el Loser con cóctel y algo de
conversación en la barra, donde está servido ya el primer Gimlet. Atmósfera de novela y cine negro: toda la singular iconografía
del universo criminal años cuarenta-cincuenta parece brotar de la copa de
Martini que le da forma triangular a este frío brebaje de color verde pálido: el
fuego de la cerilla delatando el endurecido rictus de los labios que sostienen
el cigarrillo, los ojos entrecerrados a causa del humo, la mirada torva bajo el
ala del sombrero, la gabardina de anchas solapas con el cuello levantado, el
chirrido de las ruedas de un Plymouth al girar una esquina a toda velocidad, una
felina silueta de mujer iluminada brevemente por la luz de los faros; glorioso blanco
y negro de las junglas de asfalto y los atracos perfectos, de los jefes de
Homicidios que se exceden en los
interrogatorios, del contoneo de una rubia de largas piernas; smooth jazz aunque sobre todo Waxman,
Steiner, Rózsa, Tiomkin, la música mejor concebida
para la presentación de los tipos más duros que ha habido nunca, de los que empuñan
un arma a media altura sin que la mirada revele que están a punto de apretar el
gatillo, sin que el estampido del disparo les altere el gesto; puertas de
cristales esmerilados con el nombre del detective y un “vuelvo enseguida”
escrito en una cuartilla, el calor del Sur de California -San Bernardino,
Pasadena, Los Ángeles, Hollywood, Encino- que obliga a veces a llevar la
americana doblada en el brazo y el nudo de la corbata aflojado, la naturalidad
del sombrero siempre, la cintura del pantalón alta y la corbata corta, el
crujido de la grava en el camino que conduce a la puerta de la mansión estilo
español donde espera el millonario que teme por la reputación de su malcriada
hija, la pulsera en ese tobillo que desciende una escalera y será la perdición
de un agente de seguros, los diálogos rápidos y cargados de cinismo, el olor a
pólvora en el aire, el estallido cegador de un flash sobre un cadáver tendido
en un callejón, un grito femenino en mitad de la noche, el aullido metálico de
una sirena.
Ocurre que si el Gimlet está considerado el cóctel noir por antonomasia es específicamente
por la novela El largo adiós (The Long Goodbye), de
Raymond Chandler, 1953, y no por ninguna otra. La bebida en cuestión está
vinculada a esa parte del libro –los primeros capítulos- que se apoya en la
amistad entre el detective Philip Marlowe y Terry Lennox, una amistad a primera
vista, breve y no tan íntima que les permita tutearse. La primera vez que
Marlowe le vio, Lennox estaba borracho en un Rolls Royce y la muchacha que lo
acompañaba le dejó abandonado en el asfalto. Se vieron unas cuentas veces, no
demasiadas. Iban a algún bar, sobre todo el Víctor,
y tomaban Gimlets. Según Lennox “el verdadero Gimlet está hecho mitad de gin y
mitad de jugo de lima de Rose y nada más. Deja chiquito al Martini” (“a real
gimlet is half gin and Rose’s lime juice and nothing else. It beats martinis hollow”). Si Marlowe
le hubiera preguntado más sobre su vida, o incluso sobre las cicatrices de su
cara, antes de ayudarle a huir a México, tal vez se hubieran podido salvar un
par de vidas, pero no más.
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Raymond Chandler (1888-1959) |
Identificamos a Marlowe con el rostro de Humphrey
Bogart, sobre todo (El sueño eterno,
1946), aunque también lo encarnaron, entre otros, un maduro Robert Mitchum en
1975 (Adiós, muñeca) y Elliot Gould, en una decepcionante adaptación de El largo adiós dirigida por Robert
Altman en 1973. Sin embargo, Raymond Chandler afirmó que el actor que mejor lo
representaba físicamente era Cary Grant, tal y como se recoge en la magnífica
biografía escrita por Frank MacShane. Chandler, un hombre desdichado, sensible
en lo personal y asombrosamente duro en lo literario, tímido y por tanto
sarcástico y hostil con los extraños, alcohólico y “ferozmente romántico”,
según señaló él mismo, escribió El largo
adiós en penosas circunstancias, pues su mujer estaba gravemente enferma. Pretendía,
además, que fuese su gran novela, la obra que le permitiera ser considerado
algo más que un buen autor de historias de crímenes: no le importaba que el
misterio resultara obvio, le importaba “la
gente, el mundo corrompido en que vivimos y el hecho de que cualquier hombre
que intente ser honesto acaba pareciendo sentimental o sencillamente insensato”.
La novela nacía de la necesidad de la amistad y el amor, aunque eso significara
cambiar el carácter de Marlowe, hacer que se involucrase personalmente en la
trama. Y el resultado fue la mejor novela negra que se haya escrito nunca.
Respecto al Gimlet, ese trago moderadamente ácido que
no admite demoras, al parecer sólo en el Loser respetamos aún la fórmula
magistral que se propone en El largo
adiós. Fuera de aquí, hay consenso a la hora de desdeñar la proporción a
partes iguales de ginebra y lima establecida por Raymond Chandler (o por
Lennox): el Gimlet se prepara en coctelera, con hielo, dos tercios de ginebra y
un tercio de lima, preferentemente Rose’s, dicen, aunque el que servimos en el
Loser está elaborado con Lima Tropic Rives y ginebra al cincuenta por ciento.
José Luis Garci, en ese vademécum de coctelería fílmica que es su libro Beber de cine, propone trocear una lima
y machacarla previamente en la coctelera; asegura Garci que “el Gimlet es a los cócteles lo que la voz en
off a las películas negras”, y advierte de los efectos de su ingesta: “si quieres descubrir en qué grado eres un
tipo duro, atrévete con dos; pero no olvides apuntar en el espejo de tu baño lo
que el asesino de Fritz Lang: «Por favor, captúrenme
antes de que beba el cuarto»”.
En cuanto a su origen, corren varias historias. Se
cuenta de un cirujano de la Marina Real Británica llamado Thomas D. Gimlette
que en torno a 1879 se lo administraba a los marineros para aumentar el consumo
de vitamina C y combatir así el escorbuto. Se habla también de ciertos carpinteros
sin identificar que en 1928 bebían, al parecer frecuentemente, una mezcla
simple de ginebra y jugo de lima, a la que llamaron gimlet, ‘barrena de mano’, y hay quien se refiere a la herramienta
con la que los camareros abrían un orificio en los barriles de los licores espirituosos;
desde luego, la idea de una pequeña taladradora ofrece una imagen algo
exagerada de los efectos del bebedizo en cuestión, y yo prefiero pensar en este
cóctel como símbolo de la amistad, aunque sea una amistad triste, solitaria y
final, igual que aquel adiós que Marlowe se niega a pronunciar en el desenlace
de la gloriosa novela de Raymond Chandler.
Bogart y Bacall derrochan clase en una escena de El sueño eterno, dirigida en 1946 por Howard Hawks a partir de la primera novela de Raymond Chandler, con guión de William Faulkner... Si, el cine fue esto una vez...