Es
imposible saber qué le ocurrió a Shane allá, en el lugar de donde quiera que
venga, o en la sucesión de lugares de los que se haya marchado camino, ahora,
de cualquier otro sitio donde no haya estado antes. Huye de ello: no
precipitadamente, no con miedo, no como acuciado por una persecución. No
temiendo la muerte, por ejemplo, al menos no la suya. Acaso sí las que sin poder evitarlo acaba por
provocar. Es un hombre emocionalmente cansado cuando llega al valle, solitario,
errabundo, con una marcada expresión de melancolía en la corta sonrisa. Lo que
sea aquello de lo que huye, la suma de sus pasados violentos, le impulsa
instintivamente a buscar el revólver si de pronto se produce un ruido, incluso
allí, en la granja de los Starrett, buena gente, campesinos intentado echar
raíces en tierras que los rudos ganaderos que les precedieron consideran suyas.
Por qué no aceptar quedarse un tiempo con ellos, trabajar en la cerca y en los
sembrados, ayudar a talar ese viejo tocón con el que Joe Starrett lleva
batallando más de dos años. El pequeño Joey es un chico despierto, y ella, la
madre, Marian..., bueno, su voz fue lo primero que oyó cuando se acercaba a la
granja montado en su caballo: para él, antes que a una familia, aquella granja estuvo
ligada a una bella canción.
Es
bien sabido que Shane (George
Stevens, 1953), o Raíces profundas,
como se tituló –felizmente, a mi juicio- en español, está contada a través de
los ojos de un chico, Joey Starrett (Brandon De Wilde). Se trata de uno de los
más célebres casos de narración subjetiva en cine: son sus ojos los que ven
llegar al desconocido en el primer plano de la película y sus ojos los que le
ven marchar en el último; los que asisten a la tumultuaria pelea en el bar de
Grafton, en la que su padre y Shane vencen a un número muy superior de rudos
cowboys, y también los que contemplan por debajo de una puerta batiente el
duelo final. De su creación es, por tanto, la imagen legendaria que nos queda
de ese pistolero en busca de redención interpretado por Alan Ladd, incluido el
arabesco giratorio que realiza con el revólver antes de enfundarlo tras matar a
dos hombres (esa huella imborrable que es el asesinato). Pero nosotros vemos
más, vemos la soledad en su rostro, vemos las miradas que se cruzan él y Marian
Starrett (Jean Arthur), la compenetración en el baile, la aceptación por parte de
Joe Starrett (Van Heflin) de una situación para la que no encuentra culpables,
al fin y al cabo ella es la chica más honesta con la que ha vivido; vemos la
renuncia de Shane, que nunca fue un cobarde, o quizá sí, quién puede saberlo,
no lo deja claro bajo la lluvia y enmarcado por el ventanuco del dormitorio del
niño: sería largo de contar, Joey (It’ a long story, Joey). Vemos, en fin,
su condición de perdedor donde el muchacho ve la invencibilidad de un gigante.
Todo
sucede al otro lado de las montañas, que aquí, en el valle, es este lado de las
montañas, donde una forma muy elemental de civilización lucha contra el
espíritu de conquista que empujó a los primeros hombres blancos a arrebatarles
aquel territorio a los indios. Es un valle fértil: la geografía juega un papel
fundamental en la película, y la textura del sonido, y la madera, ese material
a medias entre la naturaleza y la mano del hombre: de madera son las granjas y casi
todo lo que contienen, y las cuatro o cinco edificaciones a las que llaman
pueblo, todas levantadas a un solo lado, sin calle propiamente dicha, con el bazar
y el bar de Grafton dominando el conjunto, y un hotel, y una herrería, y lo que
parece una peluquería; de madera son los troncos con que están construidas las
paredes y el tejado, y las tablas del suelo, y las puertas batientes, y las
escaleras, y los toneles, y los estantes, y las cercas. A veces madera podrida,
como en algunas sillas que se desbaratan contra una espalda; a veces de la
mejor madera de la que puede estar hecho un hombre.
Dicen
que Jack Wilson (tenebrosamente magnético Jack Palance) viene de Cheyenne, que
es un pistolero contratado por los Ryker para acabar con quienes ellos llaman
intrusos, no colonos. Pero es la muerte, en realidad, que le da alcance a
Shane. Wilson, rápido, muy rápido con el revólver, enjuto como la propia vieja
dama, oscuro como la sombra de sí mismo, lento, de ojos hundidos y risa
cadavérica, capaz de eternizar el momento de un disparo después de haber
desenfundado antes, como para que el pobre diablo que acabará tendido en el
barro tenga tiempo de pensar en su muerte. Shane conoce a Wilson, pero Wilson
no conoce a Shane. ¿Quién es, entonces? Aquel tipo que llegó vestido como un
trampero, con una cartuchera de gruesos remaches de plata y un revólver también
plateado y de cañón largo, la funda a la cadera para que al sacar quede ya en
posición de disparo, ¿quién diablos es? Imposible saberlo.
Hace
tiempo que acepté que George Stevens es el director de cine al que más admiro,
por pura lógica: varias de mis películas favoritas llevan su firma, empezando
por Un lugar en el sol y Gigante. Raíces profundas es uno de los westerns que más amo, por esa carga
de poesía en imágenes que destila cada plano. Esa mezcla de aparente sencillez
y hondura poética y psicológica fue resumida en una frase por el historiador
Edward Countryman, quien escribió que Shane
no es más que una película del oeste en la misma medida que Romeo y Julieta no es más que una
historia de amor... La fotografía de Alan Ladd está colgada en las paredes del
Loser junto a la de Tom Doniphon, no porque el actor resista una comparación
con John Wayne (aunque la imperturbabilidad interpretativa de Ladd encuentra su
razón de ser en este personaje), sino porque ambos personajes son hombres de
puerta batiente, capaces de disparar contra el pistolero más rápido, salvando
con ello al hombre que sin duda habría muerto en el duelo y renunciando, al
mismo tiempo, a la mujer que aman.
Cuando
yo era niño, la escena final de Raíces
profundas, con la voz de Brandon De Wilde resonando en el valle mientras la
figura del buen pistolero se empequeñece camino de otras montañas (¡Vuelve Shane, mamá te aprecia!) estaba
entre las más recordadas de la historia del cine. Por películas así nos
convertimos algunos en carne de celuloide.
4 comentarios:
Esa imagen con la que cierras este estupendo post y con la que concluye la película ya forma parte del imaginario colectivo de los cinéfilos de todo el mundo. Todos hemos gritado ¡Shane!
Una curiosidad, al menos a mí me lo parece: el personaje de Van Heflin es un anticipo de aquel que quiso llevar el solo a Glenn Ford ante la ley, un granjero que se mete a pistolero en "El tren de las 3:10".
Abrazos
ETHAN: Como con otras grandes películas, yo conocía esa escena final, tan mítica, antes de ver la película, lo que enardecía mi deseo de verla al fin, aquel ‘Shane, come back! que es la pura esencia del cine que amamos. A tú curiosidad yo aporto un juego de personajes cruzados: tomo tu Glenn Ford y me lo llevo a otro western, Llega un pistolero, y me imagino que ese modesto y pacífico tendero al que acaban descubriendo como el pistolero que huye de su pasado es Shane, con otro rostro, que tampoco puede escapar de sí mismo aquí…
Un abrazo
¡Qué maravillosas historias! Llenas de poesía, de sencillez y ¡tan conmovedoras..!
Es cierto que Alan Ladd borda el personaje por ese gesto y esa presencia y reconociendo la semejanza a la que aludes, compararle con Tom Doniphon/John Wayne...hummm...le viene grande. No soy objetiva, perdóname Juan. John no necesitaba alzas en las botas...y no quiero ser injusta porque la película me gusta mucho...claro que no tanto como otras de las que ya hemos hablado.
De cualquier modo, ese es y será el cine que amo.
Estar aquí y compartirlo es otra de las razones.
Un beso, Juan
ABRIL: Ladd tiene el gesto de quien no logra superar una situación emocional complicada, Wayne el de quien tritura situaciones complicadas, todos los días. Ese gesto de Alan Ladd le fue bien en ocasiones, por ejemplo cuando hizo de Jay Gatsby en una versión bastante libre de los años 40 (comienza con un tiroteo desde unos coches a toda velocidad). Parece que en su vida no superó un amor imposible con June Allyson, ni haber rechazo, mal aconsejado, los papeles de Gigante (Jet Rink), Conspiración de silencio y Lawrence de Arabia, se dio a la bebida, envejeció prematuramente y acabó suicidándose. Una pena.
Buen verano, amiga.
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