El lector que se acerque a este segundo y admirable libro de Miguel Sanfeliu habrá de escudriñar entre comas, y a veces entre líneas, para tratar de encontrar en las vidas de los personajes que habitan sus páginas el rastro de esos pequeños placeres a los que alude el título, pues en los veintiún relatos de que se compone prevalece la melancolía, el desengaño, el miedo, el dolor, incluso, en ocasiones, la crueldad. Aún así, no hay un ápice de sarcasmo en la prosa sin artificios de Sanfeliu, y sí una extraordinaria sensibilidad que no puede fingirse, y que por tanto uno reconoce no ya sólo en el narrador de cada cuento sino, por extensión, en el propio autor. Acaso las satisfacciones a las que razonablemente aspiramos todos sean muchas veces tan pequeñas, en efecto, que tiendan casi siempre a colarse por los intersticios de la adversidad o la rutina.
Así, el modesto placer del que se acuerda el narrador de uno de los relatos el mismo día en que lo han despedido de su trabajo es el baño caliente al final del día, ese instante de íntima relajación con que culminaba una jornada laboral; pero ahora -excelente alegoría- este hombre sufre la angustia de provocar un atasco en una calle estrecha cuando el motor de su coche deja repentinamente de funcionar (su vida se inmoviliza en un cuello de botella): tiene conciencia de haberse convertido en un estorbo, y por detrás le increpan, con sus bocinas, un coche deportivo y un camión de reparto; con solitario esfuerzo, aparta a un lado su muerto vehículo, los retenidos pueden continuar sus vidas, no sin antes dirigirle una torva mirada al pasar junto a él, que queda al margen y acaso ingrese así en la cofradía de los invisibles sociales a la que pertenece uno de los personajes de otro cuento. Esta doble lectura late en muchas de las historias del libro: en la que le da título, un prestigioso cirujano se encuentra repentinamente con un placer erótico que es contrapunto de la sombra de Thánatos proyectada por el cadáver de un vagabundo hallado en la calle, siendo estas dos caras de una moneda, a su vez, reflejo de esa difícil operación quirúrgica que le ha proporcionado al protagonista su momento de notoriedad: la separación de dos siamesas de muy corta edad que conllevaba la muerte de una de ellas (“... era algo inevitable, una tenía que morir para que la otra viviese...”).
Esos pequeños placeres pueden consistir, según la historia, en divulgar versiones distintas y contradictorias de uno mismo entre el vecindario, o en visitar cementerios y recorrer las fechas de nacimiento y muerte que figuran en las lápidas, o en desenmascarar la impostada identidad de un donjuan; puede ser el efímero placer de usar ante el marido esa mirada de hielo que una mujer ha ido perfeccionando a solas y que en el último episodio de su matrimonio acaba formando parte del muy dudoso placer de herirse mutuamente; o el de viajar en helicóptero, esa calma suspendida en el tiempo y el espacio que precede, no obstante, a las duras labores de atender a las víctimas del accidente al que se dirigen sus ocupantes; o el presumible placer sexual experimentado al menos por uno de los cuatro participantes en una noche de intercambio de parejas, que poco después, sin embargo, en una mortecina cafetería tras cuyos cristales va amaneciendo, debe confrontar con los muy diferentes sentimientos de los otros tres: desgana, incomodidad, indiferencia... (gran relato, por cierto). Ninguno de estos mínimos y a menudo inconfesables deleites –ni los otros que aquí no se mencionan- facilita el que esos concretos fragmentos de vidas ajenas que nos cuenta Miguel Sanfeliu sean menos desoladores, pero en ellos radica también la consistencia humana y verosímil de los relatos. Verosimilitud que, aun en su condición de fábula terrible, de hipérbole televisiva, posee también el más estremecedor relato de todo el conjunto, “Reality Show”, tal vez la crítica más demoledora que se haya escrito contra quienes alimentan el sucio placer que un abrumador número de personas experimentan viendo ciertos programas de televisión.
Con Los pequeños placeres (su segundo libro, tras Anónimos, en el 2009), Miguel Sanfeliu hace mucho más que dejar su tarjeta de visita entre ese nutrido grupo de autores que vienen dedicándose en los últimos años al cultivo del relato breve: da todo un golpe de autoridad literaria. La suya es una voz a tener muy en cuenta, y quien esto escribe, que tanto placer –este sí sin matices- ha obtenido leyéndole, le desea toda la suerte que merece.
(Los pequeños placeres, Paréntesis Editorial, septiembre 2011)