sábado, 20 de octubre de 2012

Los alrededores de una ciudad que no existe

No se puede escribir sobre la imposibilidad de escribir; no en presente de indicativo, al menos. Lo haré mejor cuando en el texto de la confesión pueda conjugar todos los verbos en pretérito, que suele ser más perfecto cuanto más pretérito. A duras penas y no sin esfuerzo soy capaz de plantearme la posibilidad de haber abierto estos pasadizos para escapar de tantas cosas que me amargan en la boca, de tanta hiel acumulada, de tanto desencanto y tanta rabia. Acaso tengan también algo de catacumba íntima: un espacio protegido de los rigores de la realidad donde los sueños no cumplidos puedan seguir oficiando el disparate de la obstinación. Como el Crisóstomo de El Quijote, anegado estoy en el golfo de mi desatino, pues, a pesar de que la vida quiso desengañarme, porfié contra la esperanza y navegué contra el viento. Pero si sólo fuera eso... Más allá de mis derrotas personales, a las que estoy encadenado, hay un país que se desmorona y es el mío y no tiene arreglo. Desubicado en el tiempo que me ha tocado vivir, asisto al hundimiento de una sociedad que eligió la velocidad a ciegas, la estridencia forzosa, la codicia, la mentira siempre, la especulación con o sin apellidos, la rentabilidad inmediata de lo novedoso frente a los méritos duraderos, la mediocridad que iguala al talento que sobresale e incomoda. ¿Puedo hacer yo algo más que lamentarme por ello?, me pregunto. Pero de las decenas de miles de páginas que he leído a lo largo de mi vida de ninguna me siento más próximo hoy por hoy –y tal vez desde hace demasiado- como de aquella del Libro del desasosiego en la que Fernando Pessoa/Bernardo Soares dice:

«Soy los alrededores de una ciudad que no existe, el comentario prolijo a un libro que no se ha escrito. No soy nadie, nadie. No sé sentir, no sé pensar, no sé querer. Soy una figura de novela por escribir, que pasa aérea, y deshecha sin haber sido, entre los sueños de quien no supo completarme…»

Así las cosas, he decidido huir conscientemente al interior de una novela, no cualquier novela, sino una monumental, titánica: Guerra y Paz; he decidido exiliarme en su acogedora inmensidad, viajar en el tiempo, hasta la Rusia de comienzos del XIX, confiando en que sea cierta esa propiedad que se le atribuye desde hace casi ciento cincuenta años, y a la que se refiere Eduardo Mendoza en el prólogo a la edición que he elegido: la de sustituir, en la consciencia del lector, el mundo real que nos rodea por la realidad narrada en el libro.