lunes, 4 de agosto de 2014

De cómo Els Joglars nos contó a los niños La Odisea de Homero

Soy un niño perdido en la oscura proximidad de los cincuenta años, inconcebible medio siglo donde aletean los sueños abatidos. Ya no espero lo que durante tanto tiempo di por supuesto: que antes o después acabaría convirtiéndome en otro, en el hombre adulto que estaba destinado a ser, como si fuera cosa de despertar un día olvidado de uno mismo y ya responsable, maduro, trabajador. No sucedió, y no sucederá: soy aquel niño; en otro cuerpo, eso sí. Y los años pasados se cuentan también por aquello que uno conoció pero ignoran los verdaderos niños de hoy: hacer girar un disco con la punta de un dedo insertada en uno de sus agujeros para marcar un número de teléfono, la obligación de dar cuerda al reloj de pulsera cada noche, ganar o perder un puñado de canicas probando la puntería en un triángulo o en un hoyo hechos en la tierra, esperar anhelante, a eso de la media tarde, que empiece la televisión...

La niebla se convertía en carta de ajuste quince minutos antes, digamos que a las seis y cuarto, con música y un reloj que marcaba, además de la hora, los minutos y los segundos, y, ay, bastaba el más pequeño retraso para sentirnos terriblemente agraviados; de pronto vida en la pantalla, y a una presentación de los programas de la tarde y un breve avance del informativo le seguía, entonces sí, un globo, dos globos, tres globos, la luna es un globo que se me escapó. Antes de eso, en una capa muy primitiva de mi memoria infantil, está depositada la evidencia de que chiripitifláutica es la sonrisa de mamá y de que los hermanos Malasombra eran malos de verdad. Pertenezco, ya se ve, a la primera generación de niños a quienes los padres nos decían que veíamos demasiada televisión, qué cosas: la realidad es que pasábamos muchas más horas jugando en la calle. La tele era cosa del otoño y el invierno.

Las manualidades de La casa del reloj, el cómo están ustedes de los payasos, la Guagua de Torrebruno, el cantidubidubidubi que obraba el prodigio de mover a Luis Ricardo, el monstruo de Sanchezstein, la enorme pecera llena de tarjetas postales –cartas no, insistían, sólo tarjetas- de entre las que, después de remover y remover, María Luisa Seco extraía una que no era la tuya; el vamos a la cama que hay que descansar… He sido fiel al recuerdo de tantas imágenes y tantos sonidos incluso cuando ese recuerdo se iba haciendo cada vez más y más lejano. Pero hubo un programa del que sólo conservé la idea de unos soldados de la antigüedad montados en armarios, en los que viajaban y pasaban todo tipo aventuras: llevo treinta y ocho años describiendo de manera tan vaga algo que sin embargo yo sabía que me había dejado honda huella, a pesar de que en un plano consciente no era capaz de evocar nada más concreto. La web de RTVE, en el impagable archivo histórico del que soy visitante asiduo, me ha devuelto en el mes de julio aquel programa. No entiendo cómo no deduje que se trataba de Ulises y de todo cuanto les sucedió a él y a sus hombres en su regreso a Ítaca tras haber destruido Troya; lo pienso ahora que he visto los cinco episodios, y me resulta extraño que la mayor parte de mi recuerdo de la serie permaneciera enterrado en el subsuelo de la memoria, desde donde sin duda ha ejercido una enorme influencia en mí. Que se tratara de una versión infantil de La Odisea de Homero dirigida por Albert Boadella y representada por Els Joglars sí que ha sido toda una sorpresa. La serie se emitió entre diciembre del 76 y enero del 77, y era una enorme travesura didáctica, un puro juego disparatado en el que, entre armarios rodantes y sábanas y cuerdas y cascos de orinales y palos y barbas griegas fuimos sabiendo de la Guerra de Troya, del famoso caballo de madera, de la cólera de los dioses, del gigante Polifemo, de Circe y la conversión en cerdos de los compañeros de Ulises, de la isla de las sirenas y la de las vacas sagradas, de los pretendientes de la tejedora Penélope…


Me ha resultado emocionante volver a verlo, pero no ocultaré que una parte de mí echa ahora de menos aquel pedacito de recuerdo, tan mínimo, tan misterioso, tan querido que conservaba de esta serie: han sido muchos años recordando tan poco. Me ahorro, por lo demás, hacer una comparación entre la programación infantil que yo disfruté cuando sólo había televisión a horas determinadas y el desprecio absoluto que les merecen los niños a las cadenas de hoy.


Ver La Odisea de Homero, en versión Els Joglars (RTVE, 1976-1977)

4 comentarios:

José Luis Martínez Clares dijo...

Recuerdos comunes y compatidos, amigo Juan. La Odisea me pilló con apenas cuatro años, pero de todo lo demás doy fe. Un abrazo y qué siga el verano.

Kina Fernández dijo...

No recuerdo esa serie, pero los Estudio 1 elevaban a otro nivel una televisión que no tenía nada que ver con la de ahora. La llamábamos la caja tonta, pero ahora es mucho más tonta y manipuladora y, creo, somos mucho menos conscientes.

abril en paris dijo...

Atesorando recuerdos como aquellos niños, los hijos de Atticus Finch. Nuestra memoria llena de cromos,Juan, libros de cuentos e historias que veiamos en la tele en blanco y negro, más en invierno que en verano. El color le poniamos nosotros.
Ahora nos sobran pantallas.

Raúl dijo...

La misma emoción que sentí yo cuando ayer entré en este, tu blog, y descubrí que guardaba en la memoria un pedacito del recuerdo de esta curiosísima serie.