En el Loser hay también
ocasión para la confidencia, casi siempre a esa hora temprana de la tarde en
que aún no ha entrado nadie y el barman puede venirse frente a nosotros a
escucharnos en silencio: Fue mi primer amor, podemos decirle, sin dejar de
mirar la copa que acaba de servirnos. Elizabeth. Sí. Uno de esos amores arrebatados
que nacen en esa tierra de nadie que es el final de la infancia y el comienzo
de la adolescencia. Un amor irremediable y secreto. Verás, yo di mi primera
patada intrauterina en un cine donde mis padres veían Ben-Hur, y puede
decirse que desde entonces he vivido en estado de película. Soy una de esas
personas que las ha visto todas, ya sabes, y que se ha creído las suficientes
como para echar de menos una música de fondo en los grandes momentos de la vida
o una buena elipsis que suprima esos otros insoportablemente anodinos. Bueno,
pues creo que ninguna película me ha provocado tanta conmoción como Gigante a
los doce años. Entonces podía pasar mucho tiempo antes de que volvieran a
emitir por televisión una película, así que yo estuve varios años conservando
en mi cabeza dos imágenes que en sí mismas acumulaban toda la fascinación que
había despertado en mí: la de un caserón alto y solitario en medio de un
secarral que se perdía en el horizonte y la de un zapato de mujer hundiéndose
en el barro y dejando una profunda huella que al instante era colmada desde el
interior por un líquido pastoso y oscuro. Y luego estaba ella, claro. Elizabeth, sí. Elizabeth Taylor. Pequeña
y tan pero tan bella, una chica que era a la vez frágil y resuelta, y que tenía
conciencia social, además. Nuestra tele era en blanco y negro, de modo que me
importó muy poco de qué color pudiera tener los ojos: era la forma en que los
usaba lo que cortaba la respiración... En fin, aquello me duró casi hasta los
catorce.
Debió de ser por esa época
cuando encontré una foto suya en uno de los tomos de la enciclopedia que había
en casa. De ella y de Montgomery
Clift. Era una imagen de Un lugar en el sol,
dirigida, como Gigante,
por George Stevens. Liz tenía los
hombros desnudos, la cara vuelta de perfil, mirándole a él fijamente. Ella de
blanco, él de negro. Clift hablaba
por teléfono, Liz rodeaba
con sus manos, delicadamente, una botellita de champán. Al lado de esta foto
había otra, la de un boceto para una escena de la película. Yo no sabía
entonces lo que era un storyboard, y me
parecía el colmo de la meticulosidad el que alguien hubiera planificado una
película al extremo de dibujarla previamente. Llegué a idealizar esa película.
En casa, además, se hablaba de ella de una manera un tanto misteriosa, o a mí
me lo parecía: era la película de
la barca. Pasaron los años, aparecieron en mi vida chicas de las
que no era tan descabellado enamorarse, y lo hice, lo hice a conciencia,
además, fatalmente. De modo que en algún momento Liz pasó a ser
simplemente mi actriz favorita, la más guapa, la mejor de todas. Vi otras
películas suyas, pero no aquella, Un lugar en el sol.
Ya digo: si no la ponían, no la ponían. Eso era todo.
Fui sabiendo cosas de
ella, claro: que estaba basada en una novela titulada An American Tragedy,
de Theodor Dreiser;
que Liz,
aun cuando llevaba desde niña en el mundo del cine, había tomado verdadera
conciencia de lo que era actuar interpretando a Angela Vickers, y que esto
había ocurrido gracias a la ayuda de Motgomery Clift, un joven refinado e
intelectual que provenía del Actors Studio y había compuesto un personaje tan
atormentado como lo era él mismo.
Por fortuna todo llega, y
pude al fin verla a los diecisiete años, la misma edad que tenía Liz cuando la hizo
(cinco menos que en Gigante). Naturalmente,
cabía la posibilidad de que no colmase mis expectativas, ya sabes lo que sucede
en estos casos… Bien, nada más lejos. Desde luego, no es fácil hablar en pocas
palabras de la película de toda una vida. Todo en Un lugar en el sol parece
indicar que quienes participaron en ella sabían que estaban haciendo algo fuera
de lo común, algo que justificara absolutamente su condición de obra de arte.
Tiene su propio ritmo, una manera única de contarte la historia, con elegantes
movimientos de cámara y encadenados plenos de sentido, que no se limitan a un
simple cambio de escena, sino que son una segunda lectura entre líneas; los
guionistas, el director de fotografía, la diseñadora de vestuario, Franz Waxman como
compositor de la banda sonora, Stevens en
la dirección, todos dieron lo mejor de sí mismos y todos obtuvieron el Oscar
por su exquisito trabajo.
Cada plano de Un lugar en el sol está,
en efecto, tan minuciosamente planificado que a la película la sostiene
invisiblemente un sutil juego de indicios que nos traducen los pensamientos del
joven George Eastman, desde que en el mismo arranque le vemos haciendo autostop
al borde de la carretera, contemplando primero el que también es su apellido en
un enorme anuncio de bañadores y luego un deportivo que pasa rápido junto a él
–es Angela-, pero siendo recogido por un destartalado camión de buhonero. El
cuadro de Ofelia ahogada que vemos fugazmente colgado en su habitación de
alquiler y el obsesivo neón con el nombre de Vickers que se ve desde su
ventana; la turbación petrificada que despierta en él una familia cantando en
la acera himnos religiosos (esa mirada resume las primeras doscientas páginas
de la novela); la manera en que Angela le introduce simbólicamente en la alta
sociedad la misma noche en que al fin se conocen, bailando, bailando, sí, del
salón vacío por el que él ha estado deambulando un poco fuera de lugar a ese
otro donde realmente está la fiesta; el canto sarcástico de un somormujo en los
momentos más dramáticos; el ladrido de los perros; la cuerda que se le enrosca
en el tobillo cuando ante el tribunal trata de reconstruir a vida o muerte qué
ocurrió en la barca aquella tarde, en aquel lago solitario...
Y si todo esto no fuera ya
bastante, bueno, está la interpretación de Montgomery Clift, estremecedora, la mejor
que yo haya visto jamás. Tanto llegó a metabolizar el conflicto del personaje
que cuando acababa cada escena su camisa, dicen, estaba empapada de
sudor. Liz Taylor no
había visto nunca tal grado de tensión, de sufrimiento, en una actuación, y
desde luego duele verle debatirse en la duda, en el miedo a ser detenido, a
perder a la chica que ama y con ella la posición social que tan cerca, tan
condenadamente cerca ha estado de alcanzar.
Montgomery Clift, buen retrato para una
galería de losers.
Mi actor favorito, mi actriz favorita… En fin, brindo por ellos… Liz murió el mes
pasado, lo habrás oído… Elizabeth
Taylor. Mi primer amor.
12 comentarios:
¡ Y cómo no enamorarse ! Ellos eran de esa raza de actores que más que interpretar "eran" sus personajes. Dos miradas tan intensas y una quimica que traspasaba la pantalla.. ella le amaba y él tambien aunque prefiriera acostarse con hombres en la vida real..
Una amistad profundisima que duró toda la vida.
Un lugar en el sol, una pelicula clave para los dos y veo que para ti tambien.
No hay nada más romántico que vivir esas vidas y "esconderse" detrás de un personaje para que la vida nos parezca un pequeño paraiso, un lugar en el sol..
¡Me ha encantado tu relato !
Un saludo y un suspiro :-)
Gran película y no menos grande y hermoso tu recuerdo de la misma.
Has codificado en palabras fotogramas de pasiones, miradas violetas en blanco y negro, sublime interpretación de actores que aman y, por ello, se dejan amar.
El vídeo seleccionado es prueba fehaciente de esa fuerza y pasión de ojos cuyo color no importa.
Entrañable tu entrada.
Un abrazo, Juan.
Como dices, Monty es perfecto para una galería de losers. No he visto "Un lugar en el sol" y lo lamento. He de poner remedio muy pronto pues hoy ya no hay excusa para ver solo lo que nos echen. De hecho, no suelo ver nada de lo que nos echan. "Gigante" me parece una gran pelicula. Me ha gustado mucho cómo has descrito tu fascinación por Elizabeth Taylor. Me has recordado a mí mismo con Gene Tierney en "Laura". Abrazos.
Abril, Marisa, Marcos: gracias a los tres por vuestras palabras. Ya veis que no oculto mi pasión por esta película y por estos dos seres irrepetibles. Lo que hace tan conmovedora e intensa su relación en la pantalla es la íntima amistad que nació entre ellos, y que duró, efectivamente, hasta la muerte de Clift, en el 66. Pocas veces se ha visto mejor retratado en el cine ese miedo a haberse enamorado tanto, tan excesivamente. Es una fábula romántica, moral y social a un tiempo. Para Chaplin, la mejor película que se había hecho hasta entonces en Hollywood.
Un abrazo para los tres, con ese suspiro que nace de la nostalgia por un cine que, ay, parece cosa del ayer.
Había echado una ojeada al Loser pero ahora que me he podido tomar una copa tranquilo, me parece estupendo, cine, buenos actores y además dejan fumar. Estupendo blog.
Un saludo.
Gracias por hacerme partícipe de esta confidencia. Me he detenido en la barra del Loser a escucharte,a deleiterme con tu historia de amor, a disfrutar de Lizz y Monty, de ese baile, de sus miradas. Me he recreado con las imágenes que tan bien describes.
Eso es lo que consiguen los primeros amores, que nada se borra, que se hacen perpetuos hasta los silencios, que nos estremece su recuerdo,
Hermoso regalo tu post.
Un abrazo-
Javier: espero que algún día Chet pueda tocarnos "My funny Valentine", sería un lujo para este viejo local; Beatriz: tu sensibilidad le añade siempre una luz especial a cuanto voy escribiendo aquí. Gracias a ambos.
Tierno y magnífico texto.Dos actorazos de primera.Montgomery Clift es uno de mis actores favoritos.Me gusta sobre todo Estación términi.De Liz,ay,era tan bella,tan gata bajo un tejado de zing...
Un abrazo.
Escribes muy bello y con mucha maestría querido Juan, da mucho placer y muchas satisfacción venir a leerte... este texto es de una intensa y acrisolada sensibilidad... comparto muchas de las cosas que desde tus pasadizos íntimos nos das a conocer... muchas gracias por compartir tus emociones, todas de muy buena onda... me motivas a escudriñar más sobre esos temas
Besos de Naty
Un recorrido esplendido (y poético) de unas vidas, la de una actriz esplendorosa y la vida soñada por un enamorado de Liz y del cine.
Fantástico, espléndido crepúsculo de vida y personajes, no solo eran actores, estaban vivos, sufrían y lloraban en silencio, vidas tan tormentosas que luego se reflejaban en la pantalla dejándonos un regusto extraño en la boca, como un beso que no has dado pero que lo has soñado tantas veces que recuerdas hasta su sabor y el tacto de sus labios húmedos. Ya no hay actores así, y lo malo es que mis hijos no han podido conocerlos en vida, no verán nuevas películas suyas, no los verán en las noticias y cuando vean sus películas ya tan sólo serán sombras. Gracias por regalarnos este pedazo de tí. Saludos, Carlos.
Del amor hay que escribir con amor, y tú lo haces de manera inigualable, con el acento exacto, la pasión precisa, el silencio de fondo tan envolvente y puro...
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