Antonio Muñoz
Molina cuenta en su última novela que tras el éxito «abrumador»
de la segunda, El invierno en Lisboa,
allá por 1987, se vio envuelto en una maraña de compromisos literarios. Vivía
como flotando y viajaba aturdido de una ciudad a otra, entraba en salones de
actos donde la gente ya le esperaba para oírle hablar y en los que, al término
de su conferencia, siempre se le acercaban grupos de personas, muchas de ellas
con uno de sus libros en las manos para
que se lo firmara, y le hacían fotos, y le entrevistaban para periódicos y
emisoras locales, y «aficionados
muy jóvenes a la literatura»
le hablaban «con
deferencia y timidez».
Un día de marzo de 1988 yo fui uno de esos jóvenes, y él accedió a que le
entrevistáramos para una emisora local. Su charla estaba programada dentro de
un ciclo de encuentros con escritores y críticos titulado “El nuevo arte de
hacer novelas”, coordinado por el profesor Fernando García Lara (tengo el
díptico junto al portátil en estos momentos). Habíamos leído hacía poco El invierno en Lisboa y nos había
gustado mucho. Bueno, algo más que eso. Fascinación sería una buena palabra. Teníamos,
además de nuestra tertulia literaria, un programa semanal de radio, Estación Suipacha, y llevábamos en
nuestras carpetas una serie de preguntas escritas. Hablo en plural porque yo
nunca me habría atrevido a acercarme a él solo. Estaba con mi amigo y
contertulio Francisco Ortiz, más resolutivo, menos proclive a sentirse
intimidado en circunstancias como ésta. De hecho, apenas cuatro meses después
de aquel encuentro tan sugestivo, cuando ya le habíamos enviado por correo una
grabación en casete del programa especial que hicimos a partir de nuestra
conversación en una cafetería del centro, Muñoz Molina regresó a Almería para
conmemorar el décimo aniversario del Georgia Jazz Club, y yo acudí solo, y
desde un rincón apartado le escuché hablar, escuché el concierto de Lou Bennett,
Abdu Salim y otros músicos, y salí luego furtivamente, abriéndome paso como a
contracorriente entre las muchas personas que se habían reunido allí, temiendo
que él me reconociera en el trance de estar casi escapándome a hurtadillas.
Algo había de timidez, en efecto, pero también de una cierta soberbia
preventiva que sigue siendo muy mía y muy estúpida: al igual que podía reconocerme
mientras escapaba podía también no hacerlo si me acercaba a él, o reconocerme
pero resolver el reencuentro con un escueto saludo y entonces qué. De manera
que me iba -que me sigo yendo de los sitios- con una secreta y absurda altivez
no herida en su amor propio. Pero dos meses después nos hizo llegar a Paco y a
mí una carta muy afectuosa en la que nos pedía disculpas por tardar tanto en
respondernos y en la que nos decía lo mucho que le había gustado el programa.
![]() |
AMM en 1989. Foto: Luis Rubio Cambio16 |
Aquella
entrevista en una cafetería de Almería acabó por influir enormemente en mi
vida. Nosotros, Paco y yo, teníamos 20 y 21 años, él 31. De tanto escuchar
luego la grabación para seleccionar las frases que nos parecieran más significativas
y cortarlas y montarlas con un fondo de música de jazz, muchas de las cosas que
nos dijo se convirtieron en coletillas que Paco y yo nos hemos repetido una y
otra vez desde entonces, como nos repetimos tantos diálogos de cine,
contraseñas a las que sólo nosotros encontramos sentido y que sirven para estrecharnos
en nuestra vieja amistad -que por tantas fases ha pasado, además-. Las hemos
dicho siempre imitando ese cerrado acento del sur que tenía entones Muñoz
Molina, y que es más o menos el que tiene ahora pero ya con una voz más
adelgazada, y más serena también.
Nos dijo que la
imagen generadora de El invierno en
Lisboa, el núcleo de toda la novela, era un tío de espaldas, andando por la
calle, que se sabe que tiene un revólver; que esa imagen era como un imán («qué hace ese tío, quién
es ese tío»); nos
dijo que aquella segunda novela era mucho más autobiográfica que la primera, Beatus Ille («aunque no lo parezca», añadió); que durante un año reunió una
enorme cantidad de material previo, aproximaciones a los personajes,
tentativas, diálogos, cientos de folios, y que una vez que logró encontrar el «toque» o el hilo del que tirar,
después de madurar todo aquel material en el inconsciente, de equivocarse mucho
y rondarlo y cansarse, el trabajo adquirió un ritmo muy rápido: «El inverno en Lisboa lo
escribí en cinco meses, interrumpiendo únicamente tres días para irme a Lisboa
y volver», una
experiencia maravillosa, nos dijo, puramente literaria, «porque no estaba ajustando cuentas con
nadie, no tenía que demostrar que podía publicar un libro, sólo hacer una buena
novela». Nos contó
que antes trabajaba en el ayuntamiento de Granada y escribía por las tardes y
por las noches; que escribía directamente a máquina, una máquina electrónica
muy buena, que no hacía ningún ruido, que le permitía tener delante una frase,
detectar un adjetivo equivocado y hacerlo desaparecer apretando un botón; nos
dijo que la vida de un escritor, la literatura, consistía en leer y escribir, y
que todo lo demás «son
tonterías, son… disonancias».
No recuerdo si
fumó, probablemente sí porque durante la conferencia había asegurado que unas
declaraciones del ministro de Sanidad le habían reafirmado en su hábito: fumar
no es moderno, había dicho el ministro. Sí le recuerdo comiendo almendras de un
platillo que había en el centro de la mesa, una mesa redonda de escaso
diámetro en la que apenas cabían las cervezas y nuestras carpetas abiertas -en
la mía, escondido en un compartimento, yo tenía mi ejemplar de El invierno en Lisboa, pero no me atreví
a pedirle que me lo dedicara-. Y recuerdo sobre todo la espontaneidad con que
se desarrolló aquella conversación, la naturalidad con que nos habló, su
cercanía, su absoluta falta de afectación, su culta y divertida campechanía.
La primera
consecuencia de aquel encuentro fue que al día siguiente me decidí con
determinación a aventurarme en la escritura de una novela, empresa que hasta
ese momento me había parecido heroica. Contador oral de historias desde muy
niño, yo había empezado a los doce o trece años a escribir lo que inventaba,
pero sin acabar casi nada. Sólo gracias a mi participación en la Tertulia de la
Calle Suipacha, es decir, al hecho de poder compartir con otros mi pasión por
la ficción literaria, comencé realmente a terminar mis cuentos. Tenía una
imagen muy idealizada de lo que debía de ser un escritor: alguien dotado de una
personalidad muy poderosa pero muy turbia también, y que no era, no podía ser,
como la gente normal. Aquella tarde de 1988 Muñoz Molina me demostró sin
pretenderlo que se podía ser como cualquier otra persona y escribir grandes
novelas y publicarlas y tener éxito con ellas, el suficiente al menos para
dedicarse únicamente a leer y escribir («todo
lo demás son… disonancias»).
En octubre de
aquel mismo año, sin embargo, un reportaje en el diario ABC del que él era
protagonista hizo que interrumpiera mi novela, titulada entonces Espejos enfrentados. En aquel reportaje,
ilustrado con muchas fotografías, se daba cuenta de una cena organizada en su honor,
en el transcurso de la cual se le había hecho entrega de un premio y muchos
literatos le habían cubierto de elogios. No es fácil explicar lo que sentí, luego del primer golpe de alegría, pues de
alguna manera, imagino, adapté mis emociones a un argumento más melodramático y
algo fantástico, y ya nunca más he sido capaz de saber exactamente qué pasó por
mi cabeza. Digamos para abreviar que tuve la intuición de que aquel novelista
de Úbeda que me llevaba diez años y al que tanto admiraba iba a llegar antes
que yo a las metas que al parecer me había propuesto alcanzar, y que sólo por
el hecho de llegar con esa anticipación a cada una de ellas iría anulando, vaya
a saber cómo, la posibilidad no de que yo llegara también, sino de que,
llegando, encontrara allí otra cosa más
que el vacío. No se trataba del éxito, de los elogios, de todo eso. No. Era
algo que tenía que ver con un sueño compartido por dos jóvenes a quienes les
separaban diez años pero que sin embargo estaban conectados por ciertos rasgos
de carácter muy similares, o así lo intuía yo; eso sí, un sueño -o afán, o aspiración- que sólo podía ver cumplido uno.
Retomé la
escritura de relatos breves. Intercambiamos algunas cartas, siempre amistosas
(leídas hoy, después de tantos años, me asombra la consideración hacia nosotros
y el afecto personal que expresaba en ellas). Nos respondió por escrito a unas
preguntas para un periódico local con motivo de la publicación de Beltenebros. Nos citamos dos o tres
veces en Granada. La verdad es que estoy escribiendo contagiado por ese tono de
confidencia o de confesión que impregna una parte de su último libro, Como la sombra que se va. Hablo de mi
admiración por Antonio Muñoz Molina y esto enlaza con el hecho de que a su vez
el propio Muñoz Molina reitere en su libro su admiración por el
escritor uruguayo Juan Carlos Onetti, y de que narre la visita que le hizo a su
casa madrileña, casi cuatro años después de aquellos tres días que pasó en
Lisboa, visita que a su vez contiene la confesión de Onetti acerca de su
amor por William Faulkner... En 1991 Muñoz Molina decidió a favor de publicarme
un libro con mis relatos en una colección de narrativa que él dirigía para La
General de Granada, en la que estaban publicando también Benjamín Prado,
Antonio Soler o Salvador Compán. El libro salió el mismo mes que ganó el
Planeta con El jinete polaco. Poco
después –o quizá fue poco antes-, volvimos a citarnos en Granada, en la
cafetería del Hotel Victoria, en Puerta Real. Esta vez fui yo solo. Comimos en
un restaurante cercano y luego dimos un paseo por la zona. Conservo el recuerdo
nítido de tres detalles: verle comprar un periódico en inglés en un quiosco de
la calle Acera del Darro; que me llevó a las oficinas de la Obra Social de La General
para presentarme a la gente que trabajaba allí; y, finalmente, que cuando me subí
a un autobús urbano para irme a la estación de trenes él permaneció
educadamente en la parada y me hizo un gesto de despedida en el momento en que
el autobús echaba a rodar de nuevo, conmigo dentro.
![]() |
AMM en 1999. Revista Perfiles |
Con el impulso
del libro de relatos regresé a mi novela, comenzando por cambiarle el título:
sería ya El veneno de la fatiga, que
es parte de una frase de El último
magnate, de F. Scott Fitzgerald, según traducción de Jaime Silva. Tardé
mucho en terminarla porque mi situación personal se había complicado mucho:
buena parte de los años noventa viví a caballo entre dos ciudades separadas
entre sí por novecientos kilómetros, y sólo podía dedicarle tiempo a la
escritura periodos alternos de unos tres meses. Pero la terminé, y en 1999,
después de ser rechazada por varias editoriales, Alianza aceptó publicármela.
Cuando me preguntaron quién me gustaría que me la presentara en Madrid, no lo
dudé: Antonio Muñoz Molina. Habíamos perdido el contacto hacía tiempo, y si propuse
su nombre no fue por su relevancia literaria, sino para tener la oportunidad de
volver a estrecharle la mano.
Llegó al
restaurante donde se iba a presentar la novela a la prensa justo cuando me
estaban haciendo unas fotos en la puerta, y me avergonzó que tuviera que verme
precisamente así, posando según las indicaciones que me hacían, como si con
ello pudiera llevarse la impresión de que yo disfrutaba con esa parte de
publicar un libro en una editorial importante. En su intervención ante la gente
reunida allí dijo que había encontrado en mi obra una ambición por contar todos
los matices de la realidad, y también la fuerza y densidad de la literatura
llegada de provincias, y afirmó que «leyendo
a Juan tiene uno la sensación de estar leyéndose a uno mismo», al menos eso es lo que
aseguran los periódicos del día siguiente, yo, la verdad, no recuerdo con tanta
exactitud lo que dijo. Y es curioso que pensara de aquel modo, porque lo cierto
es que leyéndole a él a lo largo de estos años he tenido muy a menudo la
sensación de estar leyéndome a mí mismo, no tanto en el cómo (su prosa es de una maestría incomparable) sino en el qué: es la
sensación de reconocerme; sin ir más lejos, cuando en Como la sombra que se va describe sus impresiones al contemplar en Memphis,
Tennessee, los escenarios vinculados directamente con el asesinato de Martin
Luther King, que ahora forman parte de un recorrido museístico, no puedo evitar
pensar en mis propias impresiones al visitar lugares como la Huerta de San Vicente, en Granada, o los refugios de la Guerra Civil, en Almería: una extraña
inmediatez temporal, la turbación de ser un intruso de una época futura.
Pienso ahora en
todo esto porque una de las razones para que exista esta última novela suya
está precisamente en esos tres días que interrumpió la redacción de El invierno en Lisboa para ir a la
capital portuguesa y volver, y en la repentina conexión mental que estableció
hace un par de años entre aquella primera visita a Lisboa y la breve estancia
en esa ciudad del asesino de Luther King, 19 años antes, durante su escurridiza
huida de dos meses. Leer más detalladamente sobre aquel viaje de ida y vuelta que
hasta ahora no había sido para mí más que una mención fugaz, pero imborrable;
leer sobre aquella máquina de escribir electrónica que no hacía ningún ruido y
que le permitía detectar y suprimir con un botón
adjetivos equivocados, y saber ya que era una Canon igual a la que tenía en la
oficina, y que apenas se sentó frente a sus teclas la novela que tanto desaliento
le estaba provocando empezó a adquirir vida propia a través de una voz
narrativa que evocaba a la de Nick Carraway en El gran Gatsby, me ha removido por dentro el recuerdo de todo esto
y el pesar por no haber sabido mantener su amistad, temeroso de resultarle un
tipo cargante, o de que pensara que quería aprovecharme de su creciente notoriedad,
y esperando la publicación de esa segunda novela que me permitiera dirigirme
nuevamente a él, esperando, esperando (and
wait, and wait, and wait…)
Todo aquello
está ya muy lejos. Sí que ha pasado mucha agua bajo el puente –para seguir en
Casablanca-. Y de algún modo, ahora cerramos ambos un círculo, casi al mismo
tiempo, él el suyo, yo el mío. Con Como
la sombra que se va regresa a Lisboa y a la novela que según confiesa le
cambió la vida, en tanto que yo estoy a punto de cumplir con una decisión
tomada hace meses, pero demorada hasta finales de año para ampararme en esa
autoridad psicológica que ejercen las fechas redondas sobre las vacilaciones de
último momento, y también, ingenuamente, para dejar un margen a la posibilidad
de tener un golpe de suerte, que es cosa que tiene en la vida una influencia mucho
más notable que el talento, como viene a decir una voz en off al comienzo de Match Point de Woody Allen. En cualquier
caso, Antonio Muñoz Molina sigue siendo el escritor vivo a quien más admiro. Y,
qué diablos, casi un hermano mayor que no sabe que lo es, bendecido, eso sí, por un talento y una disciplina tan superiores que no ha necesitado la suerte que yo no he tenido.
![]() |
AMM en 2014. Foto: Chus Marchador. El Periódico de Aragón |