El verano comienza con una fiesta fin de curso en el colegio de tu
hija y se hace definitivamente pasado apenas se reanudan las clases. Como para
confirmarte que entre medias hubo vida, por más que se antoje a estas alturas imposible
de tan fugitiva, de tan repentinamente remota, tomas la guía de Ávila que
adquiriste a finales de junio. El libro fue en principio una excitante promesa
de lugares por descubrir, y entre sus páginas están ahora guardadas las
entradas que os facilitaron el acceso a la Catedral, al Monasterio de la
Encarnación, a la Basílica de San Vicente, al Monasterio de San José, al Museo
de Santa Teresa, a la muralla misma.
Me habían dicho que Ávila era hermosa pero algo aburrida. ¿Aburrida? No
sé qué esperan otras personas de las ciudades que visitan, yo las juzgo por el
asombro que me provocan, y Ávila fue para mí dos días de boca abierta, de
fascinación casi infantil, de andar mirando absorto a un lado y a otro sin
dejar de encontrar a cada paso tesoros de tiempo detenido, una infinidad de
detalles en piedra que hacen de Ávila una ciudad de cuento medieval, dormida
por fuera y palpitante de historia por dentro, abrazada a sí misma, dejándose
invadir pacíficamente a través de sus nueve puertas, cada una de ellas
diferente –dos parecidas entre sí, la del Alcázar y la de San Vicente-, cada
una con su personalidad y su leyenda. Entre las páginas del libro está también,
algo estropeado en sus dobleces, el plano con el que la recorrí por dentro y
por fuera, por la mañana, por la tarde y por la noche. Conservo los planos de
las ciudades que visito, porque mientras me guiaron por sus calles fueron para
mí una especie de mapa del tesoro, y ahora ese tesoro por desenterrar es el recuerdo. El de Ávila
tiene escrito a bolígrafo las indicaciones que yo mismo establecí para hacer,
de todos los recorridos posibles, el que elegimos: la Ávila de Santa Teresa.
La mágica capital abulense está instalada ya en la celebración, el año
que viene, del quinto centenario del nacimiento de quien es patrona de los
escritores en lengua española (dato que no conocía hasta leer la guía, por
cierto). Habrá, sin duda, varias maneras de abordar el acontecimiento, tantas
como mujeres fue Teresa de Cepeda y Ahumada en una sola: unos conmemorarán los quinientos
años de la religiosa, de la santa, de la mística, de la reformadora carmelita,
de la fundadora de conventos: la Teresa de Jesús envuelta en sus hábitos; para
otros será ocasión de recordar a la insigne escritora que, queriendo dar
testimonio de espiritualidad a las monjas de su orden religiosa, nos dejó
también una personalísima y muy potente voz literaria, deliberadamente espontánea,
improvisada, llana, sin afectación, próxima a cierta clase de rusticidad
idiomática, de estilo ermitaño, se ha llegado a decir, pero en cuya expresión, no
obstante, trataba de buscar la precisión lingüística: es la Teresa de la pluma
y el libro en las manos; otros verán, antes que a la monja adulta, a la niña
que fue, la que devoraba libros de caballerías, quijotesco hábito que tomó,
ochenta años antes que el ingenioso hidalgo cervantino, de su madre, y en el cual
gastaba muchas horas del día y de la noche (“Era tan extremo lo que en esto me embevía, que, si no tenía libro nuevo,
no me parece tenía contento”, escribió en el libro de Su vida); de la biblioteca de su padre, romanceros y vidas de santos:
es esa Teresa “avidísima de lectura y de inquietud intelectual insaciable” que
describió Víctor García de la Concha, y en quien reconozco mi propia
inclinación desmedida por los libros. Habrá también (lo hay ya y lo hubo a lo
largo del siglo XX) quienes celebren a la mujer pre-feminista, defensora activa
de “los valores de la femineidad”, de la “liberación espiritual de la mujer”
(García de la Concha), esa “patrona del feminismo”, como la llamó el pasado mes de junio el premio Cervantes José Jiménez
Lozano, esa mujer genial, como afirmó Kate O’Obrien, una escritora irlandesa embrujada por Castilla en general y por Ávila en particular, autora en 1951 de
una apasionada biografía de Teresa de Jesús que este año, al fin, ha visto la
luz en español (Teresa de Ávila,
editorial Vaso Roto).
Ávila desde Los Cuatro Postes
Muralla atemporal; al fondo, la espadaña que señala la
Puerta del Carmen.
Desde el adarve de la muralla se divisa de otro modo la Catedral, la primera gótica de España y la que está a mayor altitud, templo-fortaleza entestado en la propia muralla
Basílica de San Vicente, desde el adarve de la muralla: impresionante templo románico edificado, según la tradición, sobre la tumba de los hermanos mártires Vicente, Sabina y Cristeta, cuyo prodigioso cenotafio de piedra policromada deja atónitos a los visitantes.
Entre las almenas se divisa el Monasterio de la Encarnación, extramuros y con la torre mudéjar de la iglesia de San Martín en primer término. En él ingresó Teresa de Ávila en 1533, y de él salió en 1962 para fundar sus conventos de descalzas, y tras sus muros habría experimentado, según se dice, las místicas visiones y los episodios de levitación.
La muralla desde el Monasterio de la Encarnación, con
espalda y frontal de la estatua de la Santa.
Ávila nocturna: muralla desde la Puerta del Mariscal.
Puerta del Alcázar, noche eterna frente a la plaza de Santa
Teresa.
Fotos: JFH
9 comentarios:
Ávila es, desde hace años, una de mis devociones. Tus palabras me han devuelto a ella. Un abrazo, desde este otoño incipiente.
Tengo que volver a Ávila, pero no de paso, como siempre, sino para detenerme unos días como tú. No conozco Ávila aunque la conozca.
Abrazos.
Pues yo tampoco sé que de más esperan de un lugar. Tener la gracias y el ánimo de recorrerlo como vos, es contagioso.
Gracias por las imágenes.
Tengo pendiente una excursión a la ciudad amurallada..excursión que planeamos éste verano y que no llegamos a hacer.
Me alegra saber que tú sí.
Preciosas y espectaculares fotos, Juan.
Un beso
Ávila es una ciudad muy bonita si lo que buscas es hacer turismo antiguo y visitar el esplendor Barroco y medieval de Castilla, pero sí: no es, precisamente, la ciudad más divertida del mundo.
Guías de viaje como esta son las que yo preciso.
Excelente texto.
¡Hombre! Una cosa es hacer turismo artístico-cultural-gastronómico y otra vivir en una ciudad como esa. Sobre todo en invierno.
Y lo digo porque yo nací en Madrid y mi primer trabajo fue en una pequeña ciudad de Castilla León (que no era Ávila). Aquello era puro tedio: estrechez de miras, cotilleo, vidas marcadas para siempre desde los 15, pensamiento único, quitaron el único cine que había, distraerse consistía en pasear arriba y abajo de la calle principal mirando quién pasa, qué lleva, con quién va etc.
Es una ciudad preciosa, así que he vuelto muchas veces. Pero distingo muy bien entre ser turista y vivir en el sitio.
Pues despuès de leer y mirar con atenciòn....tomo debida nota....que ese viaje a lo intemporal apetece....y sobre todo debido a que me parece un crimen no conocerla como es debido. Me parece que despuès de tu texto no necesito guia. Un abrazo
Esas extrañas relaciones que tiene uno con las ciudades me parece un tema interesantísimo y no siempre fácil de explicar (es más fácil escribirlo). Cuando visité por primera vez Toledo ya me la conocía como si hubiera nacido allí. Me conocía todo el entramado laberíntico de la antigua capital de España, ciudad ibérica, romana, visigótica, judía y cristiana. ¿Por qué? Porque leí a los diecisiete años las memorias de Luis Buñuel que se convertiría en mi libro de cabecera durante muchos años. En él conocí su cine, el surrealismo y muchísimas cosas; y una de ellas fue “La orden de Toledo” que fundó el director aragonés, junto con García Lorca , Dalí y Pepín Bello. Y luego estaba Tristana, película filmada íntegramente en esa ciudad que además adoraba a Pérez Galdós, y al poeta Adolfo Béquer el poeta solitario de todos los solitarios que iba allí para escribir sus cuentos toledanos. El lazarillo de Tormes que va a recoger agua del Tajo para su amo y la Plaza Zocodover, lugar de encuentro de todos los truhanes de la picaresca española y de la obra cervantina. La estatua del cardenal Tavera, esculpida por Berruguete y a donde iban borrachos Buñuel, Dalí, Lorca y Pepín para rendir tributo, no al cardenal, sino a ese cuerpo esculpido ya en proceso de putrefacción tan caro a la obra de estos ilustres caballeros españoles. En fin, cuando volví de nuevo a mi ciudad me preguntaron por qué fui a Toledo, y qué había allí de interés. Evidentemente no dije absolutamente nada.
Este estupendo texto que nos regalas hoy me ha hecho pensar en todo lo demás. Gracias, amigo Juan.
Un fuerte abrazo.
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