viernes, 23 de junio de 2017

Italoamericano



"-El crimen perfecto no existe –dijo Tom a Reeves-. Creer lo 
contrario es un juego de salón y nada más. Claro que muchos 
asesinatos quedan sin esclarecer, pero eso es distinto.
PATRICIA HIGHSMITH 
El amigo americano (Ripley’s Game)


Hasta hace menos de una semana, el Loser Blog&bar no tenía nuevo cóctel con el que cumplir la tradición de servir uno distinto cada Noche de San Juan. No es que hayamos agotado, ni remotamente, todos los cócteles conocidos, pero sí aquellos que forman parte de la personalísima carta de este local, los que sabe elaborar y disfrutar el tipo que regenta su barra imaginaria esmaltada de literatura. Todo parecía indicar que tendría que recurrir al gintonic, que no es un cóctel en su estricto sentido, pero que desde luego es bebida que le ha proporcionado a este humilde webarman una cierta reputación como hacedor de pequeños milagros alcohólicos. Entonces el escritor Justo Navarro vino a rescatarme del apuro permitiéndome hacer público un cóctel de su creación: el Italoamericano. Esta es, pues, una ocasión muy, muy especial.

En cierto sentido, podría parecer que el Italoamericano es una variante del Manhattan, al sustituir el vermut por Campari, prescindir del golpe de angostura y añadirle un trozo de corteza de naranja. Pero en el sutil arte de la coctelería cada modificación de los componentes de una receta es en sí misma causa de un efecto mariposa capaz de generar toda una cadena de matices distintos tanto en el sabor como en los espacios de la imaginación que abre con el primer trago. Por ejemplo: así como el Manhattan me trae a la cabeza un aluvión de escenas con la Gran Manzana como telón de fondo cinematográfico, el Italoamericano me hace pensar de manera automática en ciudadanos estadounidenses gozando de una estancia en la Italia de los años cincuenta, en su condición de viajeros, claro está, no de turistas (para la diferencia entre unos y otros, consultar Paul Bowles, El cielo protector, 1949).

Con Justo Navarro en la presentación de Pasadizos, marzo 2011

Pero no puedo continuar sin explicar antes cómo se prepara un buen Italoamericano, de acuerdo con las indicaciones de su propio inventor (quien durante un tiempo se refirió al cóctel con el nombre de Milano-Kentucky): en vaso mezclador con hielo, verter dos tercios de bourbon (Jim Bean) y uno de Campari. También en este caso, como en el Manhattan, el tiempo que la mezcla permanece en contacto con el hielo es capital: el imprescindible para que el frío se transfiera plenamente al líquido sin que llegue a añadirle una sola gota de agua. Servir en copa o vaso adecuado, retorcer sobre el líquido un trozo de cáscara de naranja y dejarlo caer luego en la copa. Se contempla un momento el resultado y se empieza a beber. Ese tiempo que tarda en enfriarse podría medirse con una oración. Yo prefiero hacerlo con un poema, de Justo Navarro, por ejemplo, y del libro que ahora mismo tengo junto a mi Italoamericano, Mi vida social (Pretextos, 2010), pongamos por caso el que acaba así: “…que el deseo imposible es triste, / y es el pasado el más / imposible de los deseos.”

El segundo cóctel me trae el recuerdo de Tom Ripley, el personaje fatal creado por la inquietante Patricia Highsmith. De Highsmith escribió Justo Navarro que “poseyó el don de presentar los pensamientos perturbados con la misma ecuanimidad que merecen los más razonables”, y de Ripley, que es el “asesino triunfante, insolente y audaz”. El Ripley en el que pienso no pudo beberse, naturalmente, un Italoamericano, por razones cronológicas evidentes. Pienso en su primera aventura, de 1955, donde despliega todo su mortífero talento a pleno sol. Lo veo en Mongibello, una localidad al sur de Nápoles, adonde ha llegado con el encargo de convencer al joven millonario Dickie Greenleaf para que vuelva a los Estados Unidos. Lo veo también, más tarde, en San Remo, en Palermo, en Roma, en Venecia. Lo veo haciéndose amigo de Dickie, desdoblándose, imitando voces y firmas, lo veo conduciéndose con una fría inmoralidad, matando en el mar y también en un apartamento de Roma, y deslizándose a través de las sospechas sin que ninguna llegue a prender en él, y finalmente lo veo heredando. Se bebe mucho en El talento de Mr. Ripley: gintonic en la neoyorkina primera página, Martinis, sobre todo, algún Bloodymary, chianti… Ya hubieran querido conocer entonces sus personajes el Italoamericano, cuyo creador, por cierto, y entre otros espléndidos libros, es el autor de la mejor novela negra que se ha publicado en España en los últimos años: Gran Granada (Anagrama, 2015).

Alain Delon (Ripley).  Plein soleil, 1960

La idea del arribista que logra meter la cabeza en el ambiente de los millonarios y que, temeroso de perderlo todo de golpe, acaba por cometer un crimen, está en Una tragedia americana, de Theodore Dreiser, que Highsmith traslada a Italia treinta años después. Ripley sería un Clyde Griffiths que sí mata en un bote de remos, no solo lo planea, y no a una mujer humilde, sino al tipo al que desea suplantar, y que se libra de todo castigo, al contrario que el protagonista de Dreiser, a quien condenan a muerte sin haber cometido el asesinato. La primera versión cinematográfica de la novela de Highsmith se tituló A pleno sol, con Alain Delon como un sensual Ripley (René Clément, 1960); la mejor versión en cine de Una tragedia americana se tituló Un lugar en el sol, con un inconmensurable Montgomery Clift (George Stevens, 1951).

El Italoamericano deja en la boca un persistente –y placentero- sabor amargo. Es a causa del Campari. Literariamente, se trata de ese amargor de las historias turbias, como las de Ripley, como la de Gran Granada, de los ambientes donde el crimen encuentra acomodo, de esas zonas oscuras de la vida donde no llegó a madurar la bondad. Es un amargor enrojecido por el pecado, si se quiere: se trata de la parte católica que le aporta al cóctel su lado italiano; el bourbon, por el contrario, tiene la reciedumbre del pionero protestante que anda algo apartado de la Biblia, el calor del fuego bajo las estrellas, el crujir de las hojas secas en el maizal. Y entre uno y otro, la dulce acidez de la naranja, casi inapreciable, apenas una traza, un querer y poder oculto en el sabor.

¿El mejor Italoamericano posible? Bueno, encontrar el equilibrio del Campari –no pecar ni por defecto ni por exceso- es fundamental. Pero en cualquier caso, el mejor Italoamericano será siempre el que se comparte con un amigo.

¡Salute!



Matt Damon (Ripley) y Jude Law (Dickie) en El talento de Mr. Ripley (Anthony Minghella, 1999)

7 comentarios:

José Luis Martínez Clares dijo...

Es difícil sacarle más partido a un cocktail. Un abrazo, amigo Juan, en una noche tan especial para ti.

Juan Herrezuelo dijo...

JOSÉ LUIS MARTÍNEZ CLARES: Ah, es un bebedizo exquisito, todo un lujo para mí poder darlo a conocer. Gracias, querido José Luis. Espero que tú también disfrutes la Noche.

abril en paris dijo...

¡Qué dulce resaca, amigo Juan!

Combinas el cine con la más seductora de las noches calientes del año y nos invitas a un nuevo cocktail... una delicia.

Gracias y felicidades, Juan.

Un beso.

Juan Herrezuelo dijo...

ABRIL: Ay, me veo como un Rick, regentando un bar, firmando cheques junto a un ajedrez y cuidando de que los cócteles se hacen como está indicado en la carta, sobre todo este Italoamericano, que se presenta aquí en público. Un beso.

V dijo...

Sírvase otra copa camarada...deliciosa entrada que seduce aun sin haberlo catado...si dicen que el placer en ocasiones está en cocinar más que en comer, aunque ambas cosas son placenteras, no se si en este caso se disfruta tanto o más con la preparación del cóctel o saboreandolo a la manera de los grandes mitos del celuloide, la escritura y el dolce far niente. Un abrazo

Juan Herrezuelo dijo...

V: Yo soy de los que siempre obtienen más placer comiendo (bien) que cocinando, pero en el caso de los cócteles, el propio rito de su preparación (y la brevedad del tiempo que se tarda en prepararlo, aún en los casos más ceremoniosos) es un anticipo de la delectación que se experimenta al bebérselo. Eso sí, si uno ha tenido la inmensa fortuna de ser enseñado a elaborarlo por su propio inventor (y si el inventor es alguien como Justo Navarro), entonces la pócima se convierte realmente en mágica para siempre jamás. Un abrazo.

Setefilla Almenara J. dijo...

Vengan esas referencias que aluden a la poesía y el buen cine, y por supuesto que venga ese cocktail con denominación de origen...
Un placer, Juan.