Más allá de las muchas fotografías de actores y escritores que cuelgan de la paredes del
Loser, nadie encarna mejor el espíritu de este local que Humphrey Bogart. Su escultura a tamaño natural, apoyada en un viejo piano fuera de uso con el que forma un todo imponente, fue desde el comienzo una traducción al granito del nombre que figura en la entrada, y aunque parece evidente que representa a Rick Blaine, no son pocos los habituales que han visto en ella los rasgos más perturbadores de Dixon Steele, aquel acerado guionista que escondía la posibilidad de una repentina y enloquecida violencia en el lugar más solitario de todos los imaginables: dentro de sí mismo.
El destino juega con cartas marcadas: Bogart llevaba en su nombre completo (Humphrey DeForest Bogart) una parte del título que cambiaría su carrera, El bosque petrificado (y, por qué no decirlo, ese “petrificado” parece querer anticipar el rostro como tallado en piedra que acabaría convirtiéndose en el mayor incono de la historia del cine: ¡The Petrified Forest era él!). En 1935, darle el papel de gángster en la obra teatral de Robert E. Sherwood era un acto de audacia, pues no podía estar más a contra estilo de casi todo cuanto había hecho hasta ese momento en los escenarios (y, ocasionalmente, también en el cine): jóvenes sanos y deportivos de la alta sociedad, con blancas sonrisas y blanquísimos jerséis a juego con la raqueta de tenis. De modo que más o menos se estrenó en el matonismo de ficción encarnado a Duke Mantee, siendo Leslie Howard el héroe de la historia. Cuando la obra se llevó a la pantalla un año después, la estrella británica supeditó categóricamente su participación en la película a la de Bogart, y a partir de entonces éste fue el duro entre los duros, frecuentemente armado y durante varios años a la sombra de un gángster más rutilante, un Edward G. Robinson, un James Cagney, un George Raft. Éste último no quiso a comienzos de los cuarenta morir en El último refugio ni tampoco ponerse a las órdenes de un novato John Houston en El halcón maltés. Bogey no se anduvo con tantos remilgos, y el mito comenzó a forjarse.

Hagamos una elipsis sobre esa gloriosa década de los cuarenta (que es tanto como decir sobrevolemos el cartel del Rick’s, un barco en aguas de la Martinica, el ala del sombrero de Marlowe, una nube de polvo de oro dispersándose en el viento junto a unas ruinas mejicanas, los Cayos de Florida en plena tormenta...). Estamos en un Hollywood dentro de Hollywood, en 1950. Aquél no fue un buen año para los guionistas de ficción: al Joe Gillis de William Holden lo encontraron flotando en la piscina de una fantasmal mansión de Sunset Boulevard, con varios tiros en la espalda. Dixon Steel, por su parte, el más complejo personaje que interpretara Bogart, se vio envuelto en el asesinato de una chica a la que había llevado a su casa la noche de su muerte y, bueno, y perdió a la mujer de su vida por culpa de ese Míster Hyde que llevaba dentro. Fue en In a Lonely Place, tal vez la mejor película de Nicholas Ray.

Hoy en día resulta difícil hablar de Dixon Steele, porque uno se siente obligado a reprobarlo por completo en su condición de hombre ocasionalmente agresivo. Desde luego, el lado más oscuro de su carácter no merece un ápice de nuestra condescendencia. Sabemos que no ha cometido el crimen del que es sospechoso, pero sin duda pierde el control de sí mismo con demasiada frecuencia: cuando provoca que un amigo, como hechizado por sus ojos y su persuasiva voz, casi estrangule a su mujer mientras le escucha describir los hipotéticos pormenores de un crimen, algo dentro de nosotros se remueve; cuando golpea brutalmente a un joven por una simple discusión de tráfico nos sumamos al grito de Gloria Graham, que asiste sobrecogida a la escena; cuando abofetea a su agente, un buen hombre al que él aprecia, nuestro desagrado no tiene matices, y nos sentimos tan incómodos como si estuviéramos allí mismo. Todo eso es repudiable, pero Dixon no es solamente todo eso (nadie es solamente lo peor de sí mismo), y, en cualquier caso, acaba pagando el alto precio que merecen sus actos, sobre todo el último al que asistimos: es entonces como si despertase de golpe y descubriera que ese otro yo que lo domina le ha acabado derrotando. Cuando se aleja por aquel sendero de losas en un The end desolador no sentimos ninguna compasión por él, ninguna en absoluto, pero entendemos las lágrimas de Laurel-Gloria.

Porque Dixon Steele, ese guionista que nunca ve las películas que escribe, es un tipo desengañado en el que aún quedan muchos restos de una vieja integridad. Desde que regresó de la guerra, su oficio y el lugar donde lo lleva a cabo le producen hastío. Quienes levantaron la industria del cine con su esfuerzo y talento han sido sustituidos por sus estúpidos hijos; los grandes actores que daban prestigio a las películas han sido relegados a un menesteroso alcoholismo y son objeto de escarnio (él mismo parece ser el único que aún respeta y ayuda a uno de ellos). Hace tiempo que no tiene un éxito, y poco parece importarle: ha vuelto allí porque, bueno, qué otra cosa iba a hacer: es escritor de cine. Le proponen que adapte un folletín de varios cientos de páginas, pero no está dispuesto a leerlo; le basta escuchar el resumen que le hace la chica que más tarde será asesinada para saber que el libro es basura. La suya es una melancolía cínica al más puro estilo Bogart; en su mirada se ha endurecido el desencanto y de su barbilla podría haber sacado Miguel Ángel una pequeña réplica de su Piedad. Quienes le conocen de antes, lo admiran y están dispuestos a confiar en él. Incluso logra enamorar a una mujer que está de vuelta de todo y que consigue que él recupere la felicidad y la ilusión (fascinante Gloria Graham). Pero Dixon Steele ya no es libre para elegir qué clase de persona desea ser: el monstruo que habita los sótanos de su soledad ruge cada tanto, le reclama para sí, y él nada puede hacer para someterlo. ¿Qué creó ese monstruo interior? Poco importa ya: el mejor Dixon Steele nació cuando ella le besó y vivió unas semanas mientras lo amó. El peor, merecidamente, lo pierde todo.
