S.S. Conte Biancamano
Sus miradas habían coincidido por primera vez en el salón de tercera clase del Conte Biancamano. Edith, con 23 años, regresaba a Europa para reencontrarse con su padre, del que su madre y ella se separaron poco antes de que comenzara la II Guerra Mundial. Julio, con 36, atravesaba el Atlántico por segunda vez, muchos años después del primer viaje, el que le llevó a la Argentina siendo muy niño aún (el trabajo de su padre había determinado accidentalmente su nacimiento en Bruselas, al comienzo de la I Guerra). Era enero de 1950. A ella le llamó la atención aquel joven alto y delgado que tocaba tangos en un piano, acompañado por otro pasajero. Hubiera querido que se sentara a su mesa, pero esto no llegó a suceder, y acabada la travesía desembarcaron en Cannes siendo dos perfectos desconocidos y emprendieron caminos distintos. Un tiempo más tarde, sin embargo, Edith le vio al otro lado del cristal de una librería del Boulevard Saint Germain, en París. Él, desde la calle, la reconoció también, le hizo un gesto con la cabeza, tal vez se cruzaron unas breves palabras. El segundo encuentro se produjo en un cine, el tercero en los Jardines de Luxemburgo, donde prácticamente tropezaron el uno con el otro y Julio decidió que no tenía sentido seguir dándole la espalda a tan evidente cúmulo de coincidencias. Un café, los primeros paseos por las calles de París, la primera cita para otro día. Antes de que Julio regresara a Buenos Aires acudieron a escuchar a Bach, contemplaron juntos un eclipse de luna desde la plaza de Notre-Dame, botaron en el Sena un barquito de papel.
De nuevo en Argentina, Cortázar le escribe a un amigo acerca de su incesante nostalgia europea: “si pudiera irme por siempre allá lo haría sin vacilar (…) me elijo europeo, y me siento un cobarde por no cumplir mi elección. No quiero decir: tal vez un día… porque ésa es la más repugnante de las cobardías. Un día me iré y eso será todo.” Esa oportunidad se presenta a mediados del 51, cuando obtiene una beca del gobierno francés para estudiar diez meses en París. En los preparativos del viaje, sin embargo, se intuye que su voluntad es la de permanecer más tiempo: las emotivas despedidas, las cartas que echa al fuego, la colección de doscientos discos de jazz que tan arduamente ha ido reuniendo y que ahora vende.
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Edith Aron |
En París se reencuentra con Edith e inician una relación: recorren la ciudad en bicicleta, acuden a un concierto de Louis Armstrong, enormísimo cronopio, descubren los axolotl en el Jardin des Plantes, recogen de la calle, y posteriormente entierran, un viejo paraguas abandonado. Ella estaba impresionada por su cultura y su creatividad, y de alguna forma él ejercía de maestro con ella. Pero aquella Navidad Julio se decidió por Aurora Bernárdez, a la que él ya admiraba. Edith lo entendió (“Edith no se engañaba sobre mis sentimientos y en ese sentido nunca nos mentimos”); no fue ésa la causa por la que ella dio por concluida su amistad, ni tampoco el momento.
En los sesenta, Edith tradujo al alemán varios cuentos de Cortázar, así como Historias de cronopios y de famas; pero surgieron problemas con Los premios y, sobre todo, con Rayuela, cuya traducción, en opinión de Cortázar, no podía ser hecha por ella: “su naturaleza es profundamente anti-intelectual, anti-lógica, es decir, un alma de cronopio (…) nadie traducirá nunca los cronopios como Edith, y en este sentido soy formal y definitivo (…). Ya hace mucho que le dije a Edith en París que ella no estaba capacitada intelectualmente para traducir Rayuela, y tuvimos una de esas escenas que mejor no hablar. No necesito decirte quién es Edith, vos lo habrás adivinado, ¿verdad? Entonces, ¿vos te imaginás Rayuela traducida por ella? (…) En Rayuela la Maga confundía a Tomás de Aquino con el otro Tomás. Eso ocurriría a cada línea…”.
Cuando en 1978 se encontraron casualmente en el metro de Londres (él iba acompañado de Carol Dunlop, su última esposa), Edith aún pensaba que Julio simplemente no había sabido defender su trabajo ante los editores alemanes. Fue años más tarde, leyendo una carta que él le envío al editor Paco Porrúa en el 64, cuando supo sus razones.
Foto: Antonio Gálvez
Edith Aron tenía 80 años cuando la entrevistó, en el 2004, Juana Libedinsky para La Nación, de Buenos Aires, y 81 cuando lo hizo Juan Cruz (¿para El País Semanal? Yo la he encontrado en el periódico argentino Página/12). Esas dos entrevistas, los dos primeros tomos de cartas de Cortázar publicadas en el 2000, con edición a cargo de Aurora Bernárdez, por Alfaguara, y la propia Rayuela, claro está, son las fuentes de este texto.
No tengo constancia de que Edith -y lo que en ella perdure de la Maga- no haya cumplido los 86, y es por ello que en el Loser levantamos nuestras copas y brindamos por su salud.
Foto Conte Biancamano: Fotografía Vera
Foto Conte Biancamano: Fotografía Vera